Ver también:
Confesiones de un Patriota Odioso p.1
Confesiones de un Patriota Odioso p.2
Confesiones de un Patriota Odioso p.3
Confesiones de un Patriota Odioso p.4
Confesiones de un Patriota Odioso p.5
No me gustan las fiestas patrias, en ninguna de sus acepciones. Si pudiéramos hablar de las fiestas patrias comprendiéndolas como un espectro que va desde el fetichismo patriotero más férreo con su correspondiente ornamentación de banderas tricolor, cuecas, chicha y empanadas, hasta la versión #SipoApruebo + #UnPatriotaUnIdiota clásica de «hazte mierda pero nunca por la patria», podría decir que no me gustan las fiestas patrias. Detesto las borracheras colectivas e individuales, detesto el jolgorio, detesto la predisposición a comer en exceso en estas fechas y también detesto la música asociada con la fecha. Fruto de esta amargura es que, aprovechándome del feriado que me regala el Estado y de las posibilidades que me permite el modelo económico (noblesse oblige), prefiero retirarme a un lugar aislado donde no sea alcanzado por las diferentes manifestaciones de la fecha.
Pero definitivamente amo este suelo. Pasando por alto todos los numerosos atractivos turísticos y paisajísticos que tiene el país (de los que ya he hablado tangencialmente antes), debo reconocer que me agrada y acomoda la forma local que adoptó la cultura que cargaba la civilización hispánica que dio forma al país. Cada vez que un humorista barato agrega «el chileno, como es pillo» a un chiste, puedo acotar que 1) está mintiendo descaradamente, o 2) está confundido porque está hablando de otro país, o tal vez 3) no tiene idea de lo que habla. Seamos honestos: no existe tal «chispeza» chilena. Todo lo contrario: Chile es un país de reacciones lentas, conservador respecto a las formas que tienden a funcionar, y sobre todo apagado. Quitando el triste espectáculo anual de las fiestas patrias, el que parece gozar de una suerte de orgullo para algunos, el país es bastante amigable para vivir. Dejando de lado a los sectores más populares y más vulgares, podríamos decir que en Chile se vive bastante cómodo incluso en casas pareadas. No estoy haciendo una apología al hacinamiento, pero hay que reconocer que aún en sectores con alta densidad poblacional es posible llevar una vida relativamente pacífica. Hasta que nos encontramos con ciertos influjos.
Estos influjos provienen en su mayoría de sociedades tropicales, y su introducción en la demografía chilensis no sólo provoca, digamos, disturbios fenotípicos (no creo que sea delito apuntar que los rostros que han aparecido hace algunos años son diferentes a los rostros que estábamos acostumbrados), sino también disturbios en la convivencia; convivencia tan básica como puede ser la existente entre vecinos. No nos gusta la bulla, no nos gusta la música a todo volumen y definitivamente no nos gustan los gritos, al menos, no como mecanismo de socialización. Odiamos a quienes quieren llamar la atención y definitivamente no nos importan las historias que cuentan cómo era tal país antes de [nombre del bananero de turno].
El país, es decir, la sociedad chilena, es fome, pero en su búsqueda de fomedad puede cometer errores. Probablemente, por optimismo, la sociedad chilena cree que la inclusión es la solución, y se imagina un futuro utópico donde Yehifethxon y Ovimarlixion se visten de huasos, cantan el himno nacional, bailan cueca imitando a algún ave de corral y apoyan a la selección de fútbol. Por mi parte y desde mi rincón donde observo paranoico la materialización de la distopía tropichilena, me dedico a esperar que las quimeras que vayan a aparecer sean lo suficientemente chocantes como para que la inclusión sea pateada hacia adelante, como retrasando un destino inevitable. Pero no responsabilizo exclusivamente a los influjos del trópico, y es que el neoliberalismo, la globalización y la comodidad nos han dado cosas que nos encantan, pero también nos han regalado productos que quisiéramos no haber recibido nunca, y hemos pasado de tener una generación que hablaba como Discovery Kids a una generación que habla un léxico que pareciera que hay que ser un activo oyente de trap o consumidor de tusi para poder descifrar lo que está diciendo. Mataron, mataron un inocente.
Amo el suelo, sí, pero se vuelve cada vez peor lo que está encima de él. ¿Cómo no volverse más odioso cada vez que uno se vuelve más viejo?
¿Rumbas? No, gracias
queremos vivir sin tener que gritar
¿Rumbas? No, gracias
que sus sucios parlantes se vayan al basural