Si alguien ha llegado hasta aquí, no es por mera curiosidad. Curiosidad sería ver un volante pegado en la calle y ver superficialmente la página.
Si alguien llegó hasta aquí, es porque sabe en su interior que hay algo mal con su exterior, y sabe que hay algo que no ajusta. Sabe, o al menos, sospecha, que la sociedad multicultural como tal, no funciona.
No hay que ir demasiado lejos para poder dar testimonio, y tampoco tenemos que tener mayor formación académica para percatarnos de ciertas cosas que acontecen a nuestros alrededores. No es tan difícil, de hecho, basta sólo caminar unos pasos y salir de la casa.
Abramos las puertas de nuestras casas y veamos la realidad: vivimos en medio de un basurero. La sociedad multicultural es un basurero. No quiero dejar que mi coprolalia me supere (recordemos que ya antes comparé la corrección política con una chaqueta llena de mierda, la democracia chilena con un duopolio de excrementos y nuestra realidad con un gallinero), pero aquí no hay una comparación, sino definitivamente una igualación. Las calles están cubiertas con papeles y restos de comida, cajas de todo tipo, condones usados, toallas higiénicas, botellas, latas, colillas de cigarro, y todo desecho imaginable. No es una exageración, es lo que puede verse en la mayoría de las calles de las ciudades y pueblos chilenos.
En mis viajes al extranjero y recorridos por comunidades indígenas mucho más pobres en comparación a nuestros estándares, me ha tocado ver muchas pobrezas y carencias, pero no así basura. Por otro lado, no sería en absoluto mentira el afirmar que las ciudades más limpias del sur de Chile sean aquéllas pobladas en su mayoría por gente de origen europeo. Claramente, existen diferencias socioeconómicas profundas entre estos ejemplos, pero sale a relucir un elemento en común: ambos ejemplos presentan sino una uniformidad racial, una dominancia racial casi total respecto de los otros grupos humanos con los que hipotéticamente podrían compartir espacio.
En caso de que la pobreza económica fuera sinónimo de falta de cultura cívica, i.e., tirar un papel al piso, tal como sucede en los sectores más pobres del país, podríamos esperar que comunidades de etnias indígenas estuvieran tan sucias como los sectores mencionados anteriormente, cosa que no sucede.
La presencia de dominancia mestiza o de ninguna dominancia en absoluto, pero sí mucha heterogeneidad, i.e., gente de muchos grupos humanos distintos cohabitando, sin formarse barrios de grupos en particular (juntos y, además, revueltos), marca una tendencia notable en los sectores más sucios, pudiendo establecerse una correlación bastante incorrecta políticamente hablando: la baja claridad de pertenencia a una identidad étnica en particular es directamente proporcional a la cantidad de basura presente en los lugares donde estas poblaciones habitan.
Bien, hasta aquí tenemos el qué, pero aún no tenemos el por qué.
Solemos vivir en basureros urbanos o, al menos, en lugares muy sucios, pese a que se ha implementado un sinnúmero de programas de educación ambiental, de disposición de la basura y de cultura cívica. Cosas básicas, ni siquiera hablamos de reciclaje ni producción limpia. Usualmente, deberíamos esperar que los programas que se han guiado a la infancia y primeros estadios de vida tengan que surtir algún efecto en el tiempo, y bajo esta excusa terminamos justificando la suciedad pues «aún no se ha internalizado el problema.» Ahora, siendo objetivos, los niños que fueron intervenidos cuando se implementaron los primeros programas ya son adultos, y no son precisamente ejemplos de cultura cívica o de ciudadanos de barrios sin suciedad. Digamos que se asemejan más a las imágenes que siguen a continuación.
¿Cuál es el problema con los planes de educación ambiental, entonces?
Los grupos etarios no están equivocados, y de hecho, son los correctos, pues los estadios tempranos de la vida son ideales para cultivar las conductas y formas que queremos que se vean reflejadas en los individuos adultos. El problema es que la implementación de programas no puede tener una arista étnico/racial, salvo sólo si los lugares más limpios fueran el reflejo de las comunidades indígenas que tanto gustan a la gente de izquierda, misma gente que no teme a destruir estas mismas comunidades mediante el mestizaje y la imposición de sus vicios occidentales (o interculturalismo, como les gusta llamarlo).
El sentimiento de pertenencia a una comunidad, si no hay conciencia respecto a la amenaza que enfrenta la propia identidad (e.g., un refugiado tutsi), puede desarrollarse en el caso de vivir entre medio de semejantes, y verse uno mismo reflejado en los rostros de los demás, de la misma forma que los niños ven sus rostros en las caras de sus parientes y amigos. Aunque mitos liberales quieran imponernos que «todos tienen dos ojos, una nariz y una boca», igualando a todos los seres, lo cierto es que los niños no temen a discriminar a la hora de elegir a sus amigos, dejándose llevar por el instinto. Este sentido de pertenencia es menos conciente que el sentido de pertenencia de una identidad amenazada o minoritaria (prácticamente, no hay una necesidad de reconocer un nosotros y un ellos, pues sólo se contempla el nosotros), pero se traduce en sentimientos de cercanía instintiva, algo así como una hermandad, una verdadera comunidad.
La idea de comunidad involucra metas, valores y objetivos en común, así como también responsabilidades en común. El verse reflejado en el resto, hace que el ser responda ante un estímulo que afecte a la comunidad como si fuera propio. Lo que impacta en su comunidad, impacta en el individuo; botar basura en el lugar donde vive la comunidad, es botar basura en el lugar donde vive una parte del individuo, es afear el entorno, su entorno. Comunidades eurodescendientes y comunidades indígenas presentan un sentido de responsabilidad para con el resto, trascendiendo nivel socioeconómico, etario, etc., por lo que no es de extrañar que sus barrios y ciudades sean más limpios que los del resto de la sociedad.
La idea de comunidad para la sociedad multicultural (liberal o no) se ha visto reducida a una mera comprensión de la sociedad en su conjunto, confinada dentro de un espacio físico o territorio, donde el solo hecho de pertenecer a ese suelo es suficiente para ser considerado parte de la comunidad. El gran problema de la pertenencia al suelo, sin una pertenencia sanguínea al grupo humano que está sobre el sustrato, es que todo el entorno se transforma en res nullius, esto es, «cosa de nadie». Es de todos, ergo, es de nadie. Pertenece a todos, le pertenece a nadie. Puede ensuciarse, puesto que como es un bien público, es cosa del público el mantenerlo limpio, «no es cosa mía».
Mientras no se supere el multiculturalismo y la atomización de la sociedad en islas de individualismo, difícilmente se podrá superar el tema de la basura. Chile no es la «cultura de la basura», sino la multicultura de la basura. De la misma manera, los programas de educación ambiental estarán condenados a fallar mientras sigan estando elaborados basándose en una visión igualitaria y homogenizante del mundo, construidos desde el desarraigo de las identidades en pro de un mundo uniforme y sin diversidad.