En el Identitarismo hay aspectos inherentes que muchas veces resultan chocantes para el espectador nacionalista clásico, es decir, liberal. No es sólo la independencia que se otorga al cómo (aquella dictadura donde los individuos son separados por su manera de pensar), sino la esencial importancia al quién. El cómo se vuelve poco importante cuando el quién está bien definido.
El Identitarismo es claramente separatista respecto de lo diferente a su tipo. No puede ser de otra forma, pues si más unidades diferenciadas están unidas, desaparece la identidad, debido a que ésta desaparece y se transforma en multiplicidad, en diversidad. Es como volcar bidones de pinturas de diferente color en un recipiente más grande: al principio se verá como un festival multicolor, pero, en función del tiempo, terminaremos con un recipiente con pintura parduzca verdosa.
Este separatismo puede y debe serlo respecto del Estado, puesto que el estado moderno está levantado sobre la idea de la nación-idea, esto es, una idea en común que une a un grupo de personas indistintamente de su origen biológico. Hago énfasis en esta última parte, pues muchos asumen que el nacer en un mismo lugar es sinónimo de tener un origen en común, algo que se cae a pedazos cuando se incluye la variable movimiento: el descendiente de un individuo que está aquí puede nacer en Marte si su madre viaja hasta allá, y eso no lo hará marciano.
El Identitarismo es claramente unionista respecto de lo semejante a su tipo. Es lógico que lo semejante busque unirse a otras unidades semejantes, pues en ellas se verá reflejado y protegido. Entre semejantes pueden existir saludables diferencias de opinión (el cómo) que enriquezcan la discusión, pues una sociedad de entes que piensan iguales no es una sociedad que rema completa hacia el mismo lado, como les gustaría creer a algunos, sino es una sociedad robotizada y alienante.
Este unionismo afirmativo (renunciando, a su vez, a otras identidades impuestas) puede ser visto en casos emblemáticos como los mapuche, que aún viviendo en ambos lados de la Cordillera, saben que pertenecen a una identidad común («no somos ni chilenos ni argentinos, nosotros somos mapuche»). Los gitanos, aún deambulando por todos lados, tienen plena conciencia que no pertenecen a los países que residen, sino que sus lazos sanguíneos transcienden por sobre los territorios.
El caso criollo en el Cono Sur es más dramático: prefiriendo apegarse a las construcciones culturales, ponen énfasis a la tierra de nacimiento por sobre la identidad común, que por razones físicas se encuentra separada por una cadena montañosa. Peor aún, se abrazan como propias las animosidades entre Estados (que son funcionales a ellos, no a sus pueblos), y se hacen rebrotar de vez en cuando viejas rencillas que distan bastante de los pueblos en sí, ya que son propias de los administradores de un gigantesco conglomerado económico.
Que la cordillera no sea el árbol que no nos deja ver el bosque. Si los mapuches lo entienden, ¿por qué no nosotros?