Siempre nos han hablado en la escuela, en la universidad, en las diversas instituciones y en los medios de comunicación de masas sobre las virtudes de una sociedad multicultural, heterogénea, diversa e integrada donde cada uno de los componentes enriquece al otro y aportan en el engrandecimiento del conjunto. Sin embargo, este discurso propio de la modernidad que se contrapone a los valores tradicionales de la comunidad, busca homogeneizar a los individuos por medio de diversas iniciativas legales, como por ejemplo la ciudadanía ius soli (que significa derecho de suelo, y consiste en otorgar la nacionalidad a cualquier individuo que haya nacido en un territorio especifico), ya que fue y ha sido útil para los estados nacionales en ampliar su margen de acción y dominio en diversos territorios ocupados en un contexto de carrera colonial y neocolonial. Para los apéndices de la modernidad –liberalismo, capitalismo y globalización– también son útiles estas iniciativas.
Para el liberalismo (expresión política de la modernidad), se reduce a la comunidad de sangre a un conjunto de individuos inconexos, que se relacionan en pos del bien propio, reduciendo a la sociedad a diversas iniciativas individuales; para el capitalismo (expresión económica de la modernidad), se busca maximizar las tasas de ganancias por medio de contratación de mano de obra extranjera pagando sueldos miserables, incentivando la migración forzada en territorios con tasas de natalidad negativas para mantener la producción de las grandes empresas, y saquea los recursos naturales por medio de transnacionales, expoliando los países; y para la globalización (expresión cultural de la modernidad), se imponen formas de sentir, pensar, actuar y pensarse a sí mismo bajo parámetros totalizantes y foráneos, destruyendo las particulares y diferencias locales.
Este discurso que se nos ha presentado está tan fuera de la realidad, que pretenden que creamos que obtendremos un arcoíris de diversidad mientras más individuos distintos sumemos a la mezcla; sin embargo, lo que realmente se obtiene es, como en cualquier mezcla, un manchón de color raro e indefinido. Esa es la diversidad de la modernidad, del liberalismo, del capitalismo y de la globalización: seres humanos homogéneos, desprendidos de tradiciones, culturas e identidades, siendo sólo útiles como ciudadanos sin origen nacional, trabajadores precarizados en una a-cultura global.
¿Cuál es el rol de la identidad en este contexto?
La identidad juega un rol fundamental en los procesos de resistencia y liberación de los pueblos contra el leviatán de la modernidad. Reivindicar nuestra identidad y sentir orgullo de ello es presentado por los estados como un crimen de odio e intolerancia por salirse de sus normas homogeneizadoras. Reivindicar la identidad es peligroso para la modernidad porque subvierte todo el orden establecido y rompe con los paradigmas impuestos por las sociedades a escala global. Los pueblos son mucho más fáciles de dominar si no conservan ninguna conciencia de sí, ni un rol histórico, ni objetivos colectivos propios. Ser engranajes y cifras vacías y sin contenido en un mundo global son las únicas opciones válidas que se nos permiten. Reivindicar la identidad en la modernidad es sumamente revolucionario y subversivo, es la única forma de romper con los procesos de dominación global e implica proponer un mundo nuevo regido bajo lógicas distintas en donde se vuelve nuevamente a los orígenes, donde se reivindica nuestras herencias, tradiciones y cultura como pueblos, donde se posiciona a la raza y el territorio como uno de los elementos centrales y fundantes de la construcción nacional. En resumen, se podría decir que la identidad y su movimiento, el identitarismo, realmente preservan la diversidad de los pueblos manteniendo y asegurando las diferencias, las culturas y las particularidades propias, enriqueciéndolas en su preservación y en su desarrollo propio.