Nuestra gente, ya no ocupa el surco ni los andamios. Tampoco las universidades ni los talleres. Quedan las ruinas. Queda la esclavitud buscada y consentida.
Hay una guerra ahí afuera, pero se la llama de muchos otros modos, menos por su verdadero nombre. Reconozco que sus formas son más sofisticadas que las viejas trincheras y los vistosos uniformes. Pero igual es una guerra de exterminio.
América no fue descubierta: ya existía. Acaso Cristo fuera un esquizofrénico perdido en un desierto ajeno: un Rey más de los judíos. No perdamos energía en esas cosas: son cosas menores o que nos son adversas.
La supervivencia no se trata de convencer a los ajenos, sino de no perder a los propios. Y a los propios los perdimos cuando nuestra identidad fue universalizada con un falso dios y sus ideologías derivadas, primero para destruirnos desde adentro de nosotros mismos, luego para utilizarnos como vehículo para destruir a los demás.
América ya existía. Y los cristianos ya no eran hombres blancos en rigor: eran vehículos de la ideología global. Todo lo impregnado de cristianismo es detestable, oscuro, destructivo, hipócrita y tiene un precio.
El hombre blanco fue la primera víctima de la conquista de América. Murió por la Biblia y el oro. Por la mentira y los banqueros. Sin embargo en cierto modo también los sobrevivió, por su capacidad, por su grandeza, por su voluntad.
Hoy vienen por lo poco que queda de nosotros. Es fácil, porque seguimos siendo el vehículo de lo mismo: un falso dios universal, el dinero, las ideologías. Asumimos todas las formas de destrucción de nuestra identidad.
La primera guerra es para encontrar la verdad. Sin un triunfo en tal sentido, lo demás va a seguir igual. O mejor dicho: va a empeorar. Una tensa violencia contenida se respira en el ambiente, pero para la poca gente blanca que queda, parece ser normal, o en todo caso, nada tiene que ver con su perdida identidad.