Todo lo que ves, lo hizo nuestra gente. Eso que ahora se deshace: lo que destruyen otros y los cipayos de esos otros.
Eso no quiere decir que nos rindamos, que dejemos de ser lo que fueron ellos: los que forjaron el Sur: los blancos del Sur.
Un estado opresor dentro de fronteras artificiales, es la negación de la sangre y de la deuda de honor con nuestros antepasados.
Pero honor es una palabra perdida. Quizá rápidamente deban aprender otras, que les resultarán menos abstractas: violencia, hambre, sufrimiento y servidumbre.
Basta de mentiras, de razas inventadas. Una raza no se inventa. No hay razas formadas en países que tienen doscientos años: sólo hay razas milenarias que se pierden en el tiempo.
Primero deben morir los dioses, para que el espíritu muera: Luego se pierde la sangre. Nuestro viaje sagrado nos llevó al destino de Eneas. Trabajo y sacrificio. Amor y coraje.
No hay sueños perdidos. No hay almas que mueran cuando se sumergen y respiran en el atávico mar de la sangre y navegan por la dimensión paralela del tiempo.
No quiero estados ni países, que no estén al servicio de la identidad antigua, del espíritu antiguo.
Odio tu bandera y tus fronteras, pero odio sobre todo a tu dios. Nuestra bandera fue el acero, nuestra frontera la más lejana que la sangre pudiera alcanzar, nuestro dios la ley natural y su estética sagrada.
Ya estoy lejos de donde un día estuvimos juntos. Ya estoy lejos del punto estático donde se congela la inteligencia normativa de las mayorías.
Comunidades de niebla y acero. Comunidades de fantasmas que van de la mano de los vivos. Comunidades de banderas carnales. Comunidades blancas sin necesidad de disfraz, de discurso ni justificación.