Las cosas cambian, pero casi nadie parece darse cuenta. Es como en esas películas del Oeste en las que el pueblito parece real pero es una fachada, un decorado de madera.
Occidente es un caos sin sentido: países artificiales, imperios con pies de barro que muestran sus puños sin nudillos, pastores dementes y corruptos, líderes payasescos, territorios sin ninguna cohesión racial, económica ni cultural, inmigración destructiva, marginalidad social, violencia sin sentido, ideologismo auto destructivo, odio contra sí mismos. Pero nada de eso viene de ahora: hace milenios que el cristianismo viene asesinando el alma que sostenía la fuerza de lo indoeuropeo.
Ahora es tiempo de anarquía, de esclavitud. Oriente mantiene una fuerza, una disciplina, un número, una cohesión, una voluntad de poder. Un showman tras otro, muestran lo que el hombre blanco es hoy: un triste remedo cómico de sus antiguas glorias. Válvulas de escape aquí y allá, para una situación que cada vez genera más violencia y se vuelve más radical.
No podemos controlar nuestras calles de unos cuantos violentos descerebrados, y luego hablamos de frenar a los chinos. Rusia también va a desaparecer, al menos la Rusia de los Rus. Ya son hijos del comunismo chino, como fueron hijos del comunismo soviético. Es triste pero así es. Los rusos hace mucho que no se autodefinen como blancos: ya no son los Rus.
Trump tampoco se define como blanco: ya nadie se define así. Y nadie existe si no se auto percibe y auto percibe quién es: su identidad. No sé si es demasiado tarde, pero la verdad es la verdad. Todos somos empleados de una empresa que está cambiando de dueños y despide primero a los proletarios, para después despedir a los orgullosos y soberbios gerentes, algunos de los cuales todavía tienen el pelo rubio, como el señor Trump o el señor Johnson, su doble despeinado y mucho menos cómico.