Perón nunca pudo definir la raza criolla. Habló de tres vertientes culturales: la hispano católica, la greco romana y la indo americana. Se supone que la raza estaba compuesta por las tres, pero eso no es una raza.
O se supone que «los cabecitas negras» constituirían una raza. O se supone que unas fronteras y una voluntad geopolítica bastan para configurar una raza. Pero no. La alquimia de Perón se murió con Perón. Una alquimia política que nunca tuvo en cuenta la raza como fenómeno biopolítico, como determinante de una identidad.
Perón era un genio ¿Qué duda cabe? Pero un genio que por conveniencia o convicción obviaba un aspecto fundamental de la historia. Lo hacía con inteligencia, pero ya no sirve esa negación que da por tierra con la base misma de la identidad.
Esa negación es algo que hoy pagamos muy caro. El plebeyismo mesticista termina en la marginalidad y la incultura. Borges lo sabía y asumía el criollismo desde una perspectiva más clara: somos europeos en el exilio proyectando la estirpe con una particularidad: el ser criollo.
La política pasa, la sangre queda o se licua. Antes prefería la política, hoy claramente prefiero la sangre. Perón y Borges eran superiores en su clase, pero la clase es propia de la estirpe y la estirpe no se inventa con una política por buena que sea. Por eso Borges sigue siendo Borges y Perón ya es nada políticamente. Porque la identidad sostiene la cultura y la política, y cuando ella no está clara o se asume erráticamente, está destinada al fracaso y al olvido.