Ni siquiera son permanentes unos intereses geopolíticos, que congregan unas fuerzas circunstancialmente unidas, dentro de unas determinadas fronteras. A veces esas circunstancias a la larga son negativas, cuando no se tiene en cuenta que hay algo más allá, algo permanente y esencial: la identidad espiritual y biológica que atraviesa el tiempo y trata de vencerlo, en la medida de lo posible. Lo demás pasa, aunque en un momento histórico sea importante.
Luchamos por lo esencial, por mantener un rumbo que despliegue lo que ahora está dormido en nosotros como raza, como cultura, como identidad natural y cósmica. Luchamos por despertar a una realidad que parece extinguida pero que vive secretamente en la sangre que imprime espíritu, carácter y nos permite proyectarnos en el tiempo.
La política suele ser consistir en negociar lo esencial. Hasta Roma cayó en eso, por falta de voluntad y bajas ambiciones. Busquemos grandes ambiciones, las que nos llevan hacia las estrellas no hacia el barro.
Los artistas hacen permanecer a veces desesperadamente ciertos símbolos, soportando estoicamente que no los perciba nadie. Ellos cumplen su destino: mueren y esperan más allá de la muerte, puestos los símbolos donde los dioses saben que están pero los hombres ya no saben. Por eso ya no debemos ser hombres, sino super hombres en el sentido Nietzscheano. Activar la parte de nosotros que hemos enterrado en la miseria y la decadencia.
La raza es un paradigma. Un camino integral. Una proyección posible que pone en funcionamiento núcleos exactos de vida, de conocimiento. Es una forma que imprime vitalidad a una esencia. Es tanto la esencia como la forma, ya que ambas se necesitan entre sí.
No es una ideología la proyección de lo natural hacia lo profundo, hacia la manifestación del cosmos que llamamos dioses cuando sus leyes no se pueden explicar con exactitud.
Buscamos y seguimos a los dioses y sus elegidos, más allá de la política, en una sencilla conjunción de poder manifestada por una identidad racial que se cultiva.