Siempre fue político (I)

Siempre fue político (I)

Contra sus mentiras | Autor: | 13.5.2020

Véase también Parte II y Parte III de esta serie de artículos.

Tiempo atrás, encontré en redes sociales una crítica dirigida a los (supuestos) defensores de la “dignidad”, los mismos que durante el “estallido social” de Octubre dejaron sin empleo a trabajadores de estaciones de metro, supermercados, y de distintos comercios. Ante esto, comenté, afirmando que esta supuesta paradoja no era real, ya que dicho movimiento nunca fue social, y que siempre fue político.

El autor de este proceso no fue una persona, partido, coalición, movimiento, o potencia extranjera, sino que una corriente de pensamiento, y que bien podría ser transversal a todos los ya referidos agentes.

Detrás de todo el proceso, cuya manifestación más notoria fueron los hechos ocurridos desde el 18 de Octubre 2019 (pero que ya había iniciado desde mucho antes), existe una motivación emocional inmediata: la venganza.

Todo el relato subyacente a este proceso está orientado a fabricar “nuevos oprimidos”. Necesitan que la persona común y corriente se sienta permanentemente ofendida, históricamente aplastadas, e idealmente viva resentida. No importa que este supuesto vejamen no sea real, lo relevante es que la persona se autoperciba como oprimida. Asistimos, nuevamente, a un conflicto cuasi-metafísico en que las autopercepciones individuales declaran la guerra al mundo real, buscando así lograr una dictadura de la subjetividad.

Nos quieren enojados por una razón bastante práctica: sólo cuando alguien se siente lo suficientemente molesto, decide salir a manifestarse.  Si una persona no está enojada, sino que se siente satisfecha, realizada, orgullosa, o a lo menos se encuentra en paz consigo misma, dicha persona no saldrá a las calles. El vendedor del producto necesita generar clientes.

Cuando resulta difícil o imposible convencer a alguien de ser un oprimido (por la innegable comodidad de su situación histórica y actual), se busca hacerlo sentir avergonzado de sus privilegios, debiendo pedir perdón, convocándolo (y coaccionándolo) para cooperar con quienes tuvieron más fácil asumirse como oprimidos.

Hay quienes han comparado a estos nuevos oprimidos con barras bravas de fútbol. Yo estimo que esto no es tan preciso. La barra brava tiene un discurso, lemas, y cánticos derechamente supremacistas, el equipo propio es el mejor, los demás son inferiores y vergonzosos. El pasado, presente y futuro del propio club siempre ha sido brillante, y sólo ocasionalmente ha sido interrumpido por la “suerte” ajena, cantando los fracasos ajenos y los triunfos propios. En cambio, los nuevos oprimidos se sienten bastante cómodos con un discurso en que se afirman pisoteados, despojados de su felicidad, privados de todo lo que anhelan, y a diferencia de una barra brava, se esfuerzan más en narrar los éxitos ajenos y contrastarlos con los fracasos propios. Y eso es lógico, ya que a sus nuevos oprimidos no los quieren orgullosos, sino que enojados.

Una vez en la calle, el convocado podrá desempeñarse como: 1) Fuerza Ofensiva, mediante violencia ejercida contra la integridad de personas y/o de propiedad pública y privada; o 2) Fuerza Defensiva, mediante manifestaciones masivas “pacíficas” que concedan a los participantes de la Fuerza Ofensiva una excusa (afirmando que no existen actos de violencia sino que solo un ejercicio de libertad de reunión y expresión) y un escudo (para que la reacción policial repercuta idealmente en participantes de la Fuerza Defensiva, presentando así a la Fuerza Ofensiva como respuesta natural y provocada ante una injusticia sufrida).

No es que solo nos quieran enojados: nos necesitan enojados, porque solamente entonces podemos ser manipulables. Ellos crean el problema y ellos venden la solución, porque ellos serán quienes ofrezcan los espacios y organización a quien decida salir a la calle.

Enojados somos fácilmente manipulables. Por esta razón los personajes de su cuento varían, pero el relato es siempre el mismo: se trata de un grupo opresor, que domina sobre un grupo oprimido, y que perpetúa este escenario privilegiado mediante una estructura que permite la dominación. Dicha estructura necesitaría ser alterada afín de cambiar la realidad desmejorada de los oprimidos. Plantean siempre que esta situación de injusticia no es ocasional, sino que histórica, durando décadas, siglos, y hasta milenios. De esta manera, buscan indignarnos por haber soportado durante tanto tiempo la marginación en los privilegios, presentando como natural e inevitable la ya mencionada necesidad de venganza.

Para el Marxismo clásico, el agente revolucionario siempre fue el trabajador. Sin embargo, el incipiente, y a veces notorio, bienestar económico que el Capitalismo permitió a éstos, significó que una no despreciable cantidad de trabajadores “se vendiera al enemigo”, renunciando a la consciencia de clase y a la revolución proletaria. Dicho claramente, el trabajador remunerado hoy prefiere terminar su jornada laboral para llegar a casa a mirar Morandé con Compañía en su SmartTV tomando una Cristal de litro retornable, que apoyar un discurso que busca convencerlo de lo pésimo que ha vivido siempre, y de lo bien que podría llegar a estar si no fuese por la culpa de cierto grupo dominante.

Ahora que el trabajador no les sirve (por ser un facho pobre), estiman necesario (y urgente) buscar nuevos agentes revolucionarios que ojalá, “no se hayan vendido” a sus opresores y sigan igual de insatisfechos que siempre.

El nuevo agente revolucionario en este proceso se encuentra en toda la marginalidad. Todo lo que se autoperciba excluido de alguna oportunidad, espacio, institución, o proyecto: todo aquel que se reconozca a sí mismo como integrante de un grupo históricamente marginado, es  convocado como nuevo agente revolucionario. Es recién entonces que para este Marxismo renovado cobran importancia las mujeres, estudiantes, minorías sexuales, minorías étnicas, y minorías raciales.

Estos nuevos agentes revolucionarios no entienden al Estado como una forma de organización social, sino que como una gran “muleta”, el apoyo permanente para personas convencidas de ser discapacitadas morales, pobres de autoestima, autopercibidas como incapaces para alcanzar metas por sí mismas, sino es por medio de su ajustador de cuentas históricas. Es por esta razón que en su relato, el triunfo de la justicia y de la igualdad sobre exclusión, exige que primero se apropien del Estado. Para ellos, la dignidad no emana de los actos y decisiones de las personas, sino que requieren que otro – el Estado –, llegue a concederles y compartirles dignidad.

En el discurso, todos estos nuevos oprimidos reconocen al Estado como un atajo para alcanzar cargos, beneficios, y hasta reparaciones por las injusticias históricas denunciadas.

Repito: en el discurso.

En la práctica, si los nuevos agentes revolucionarios no concretan su agenda ni consiguen aquellos beneficios, poco importa. Lo que realmente importa es que los opresores la pasen mal. Que todo el sector al que atribuyen la culpa de sus desgracias, y que reconocen como único beneficiario de los privilegios de un sistema en que se autoperciben en  sus márgenes, pierda su paz mental, recursos económicos, integridad física, y sus hasta sus vidas. Que los nuevos oprimidos ganen es accesorio; que los opresores de siempre pierdan es principal.

No son capaces de explicar una relación de causa y efecto entre una nueva constitución y la tierra prometida que conseguirán para los oprimidos, por lo que la razón deviene en un estorbo contra-revolucionario prescindible y así, terminan basando su convicción esencialmente en un acto de fe.  Pero esto no es lo relevante.

Lo que importa es que los privilegiados, los de siempre, los de arriba, ya no estarán tan bien, y si en el proceso se hunden opresores junto a oprimidos, les resulta un precio razonable para pagar. No olvidemos que estos nuevos oprimidos fueron una improvisación, agentes revolucionarios “de emergencia” ante la imposibilidad de contar con el que teóricamente ya contaban.

Por todo eso, su gran motivación es la venganza.

A esta visión maniquea no le gustan de los espectadores y le incomoda la neutralidad, por esta razón buscarán clasificar a todas las personas entre solo dos bandos: opresores y oprimidos (el discurso ahora se siente cómodo en su formato binario y sin diversidad alguna). El criterio para entrar en alguna de estas dos categorías consiste en medir el grado de simpatía individual hacia las “demandas sociales”. Así, en caso de aprobar estas “demandas sociales”, la persona será clasificada como partidaria del bando de los oprimidos; en caso de rechazar estas “demandas sociales”, la persona  SIEMPRE será considerada en el bando de los opresores (o a lo menos como funcional a éstos). No se trata meramente de una brújula moral para valorar ambas opciones. En una mezcla de nociones científico-religiosas, estas personas afirman, desde una convicción determinista, que las personas estarían “programadas” en razón de su clase, ocupación, sexo, género, etnia, y raza, a manifestar (de manera natural, lógica, obvia, y consecuente) solo una de estas preferencias. En caso de contradecir este “llamado” (de la propia clase, ocupación, sexo, género, etnia, y raza), se trataría de personas anómalas, que manifiestan inconsistencias entre sus preferencias y su condición real (esta inconsistencia ya no les parece “fuente de identidad”).

Para evitar seguir este juego maniqueo, corresponde distinguir entre “problemáticas sociales” y “demandas sociales”. Las “problemáticas sociales” se generan por fallas reales del sistema actual, o sea, errores en su implementación. Es posible identificar éstas mediante un diagnóstico básico pero sincero de la realidad actual en Chile. Aquí se encuentran temas por todos conocidos, como las bajas pensiones, el precio de medicamentos y transporte, acceso a la vivienda, salud, educación, entre varios otros. Estos problemas son reales, y la indiferencia e ineptitud del Estado para ofrecer soluciones idóneas regaló el “sentido común” para que fuese apropiado y manipulado escandalosamente desde Octubre 2019.

En cambio, las “demandas sociales” son una serie de soluciones que (supuestamente) la gente clama a gritos por su implementación. Como era de esperarse, todas ellas implican que el Estado intervenga como protagonista, satisfaciendo todas y cada unas de las necesidades reales y artificiales de (los voceros de) la gente. Nuevamente el Estado es presentado como la panacea. El Estado sería una llave para abrir esa vieja puerta a la felicidad, custodiada celosamente por los privilegiados y sus perros. El Estado es la “estructura” que hay que intervenir para alterar el relato de opresores y oprimidos en que se encuentran los nuevos agentes revolucionarios.

Estas personas han confundido deliberadamente “problemáticas sociales” con “demandas  sociales”, de manera tal que no sea concebible solución alguna a las primeras sino es aceptando primero las segundas. De este modo, en caso de no adherir a las “demandas sociales”, necesariamente se estaría justificando, y hasta celebrando, la existencia de las “problemáticas sociales”.

Detrás de cualquier definición del concepto de Política, de manera expresa o tácita, se encuentra la idea del Poder. Esto último es lo que busca todo este movimiento, y no otra cosa.  La venganza es su motivación emocional, la política es su herramienta de ejecución, y el Estado es su objetivo final.

Existe poder político en mucho más que en aquello que a simple vista se pueda apreciar; la política no se agota en candidaturas y procesos electorales (de hecho, la Política ni siquiera se agota en la especie humana) y es básicamente por esto que mucha gente de manera equivocada insiste en que este movimiento “no tiene colores políticos”.  Existe tanto poder e interés político en este movimiento que fue capaz de poner de rodillas a un Presidente, forzándolo a una medida que nunca ofreció en su campaña electoral, y que jamás enunció en algún arranque de demagogia, como lo fue iniciar un proceso constituyente.

Las “demandas sociales” no son lo que afirman sus partidarios. Las “demandas sociales” son solamente una herramienta de chantaje sentimental para inhabilitar moralmente a quien elija disentir sobre cosas tan simples como el rol del Estado. La presión de una masa anónima eximida de responsabilidad, busca acallar al disidente, y sobre un silencio surgido del temor, erigir nuevas relaciones de dominación. Las “demandas sociales” son un caballo de Troya que reviste de nobleza, altruismo y consciencia social algo que no es otra cosa que la ya vieja, y por todos conocida, búsqueda incansable por el poder. Esta concepción sobre la naturaleza del proceso concede a las personas mayor libertad de pensamiento y expresión, ya que al no apoyar, y disentir, al no aprobar y rechazar, se entiende que no se está agrediendo a personas, ni celebrando su infelicidad, sino que únicamente manifestando una opinión más sobre materias públicas cotidianas.

Por eso y mucho más, debemos entender que este movimiento nunca fue social, y siempre fue político.

 

 

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