Véase también Parte I y Parte III en esta serie de artículos.
¿Pero cómo es posible que personas que por libre opción no ejercen derecho a sufragio (elecciones presidenciales 2017 con un 49% de participación), “de pronto” se vuelvan políticamente explotables?
En algún momento, los proyectos estatales y globales tendientes al control igualitario sobre los seres humanos, se enfrentaron a vínculos naturales que al mismo tiempo unían y dividían al interior de la humanidad, siendo principalmente la familia, la etnia y la raza. Históricamente, Cristianismo, Liberalismo y Marxismo fueron los proyectos igualitaristas que más contribuyeron al desarraigo del ser humano, vaciándolo de su trascendencia original para convertirlo en un ser “igual”, reemplazable, en una página en blanco para reescribir, y que como veremos, manifestará su búsqueda de identidad de maneras no siempre saludables. En Chile, tras el 11 de Septiembre de 1973 con el «estallido militar» (¿y por qué no?) este proceso de atomización y ofensiva contra lo trascendente se ralentizó, pero nunca se detuvo.
Dado que los vínculos naturales trascendentes se encontraban provistos de un componente emocional potente, arcaico, y generador de un altruismo basado en los afectos, los nuevos vínculos artificiales contingentes tuvieron que compensar su carencia de trascendencia, pero lo hicieron solo con una intensidad sentimental equivalente. Mientras el vínculo trascendente nacía de un afecto orientado asegurar la existencia entre semejantes, el vínculo artificial surgió de la hostilidad contra un grupo considerado opresor. Esta hostilidad se expresó en un relato generador de indignación y venganza políticamente aprovechable. En Chile, los ejemplos de vínculos artificiales se aprecian en los relatos izquierdistas, feministas, homosexuales, transexuales, indigenistas y afrodescendientes.
Lo que para alguien podría ser un simple tema opinable en uno u otro sentido, para el desarraigado, que ha convertido a dicho tema en su única identidad, se trata de una cuestión tabú, sagrada, fuente del sentido de su propio relato, de una narración en que por vez primera tiene la oportunidad de jugar un papel clave, y en la que se autopercibe como actor importante y hasta decisivo de su desenlace.
Enfrentados a la pregunta por el Ser, los desarraigados no encuentran respuesta sino en sus identidades artificiales contingentes. A tal punto se aferran a éstas, que todo cuestionamiento es asumido como una agresión personal. Recibir una crítica les significa cercenar parte sustancial de su Ser; no es que no quieran aceptar críticas, es que no pueden hacerlo sin sufrir un flagelo en su identidad personal. Si un debate se extiende hasta estas temáticas tabúes, se activa un mecanismo de autodefensa que los conduce a reaccionar agresivamente contra todo cuestionamiento de lo que han convertido en leitmotiv. El desamparo de los desarraigados se hace visible cuando su sentido de la existencia se percibe amenazado, no siendo posible modificar las opiniones de estas personas aún frente a hechos concretos que desafíen sus discursos y concepciones.
A pesar de existir discursos virulentos con una colorida apariencia de seguridad y convicción, los desarraigados padecen de la constante necesidad de pertenecer. Estas personas necesitan rellenar el vacío de una identidad arrebatada con el acto ritual de la participación visible, a fin de convencer al resto, y a sí mismos, de que integran algo mayor a sus pequeñas y finitas singularidades.
La participación masiva durante los dos primeros meses del “estallido social” tuvo mucho que ver con haber creado una instancia para “pertenecer a algo grande”, un evento único para una sociedad atomizada. Al interior de esta masa, proveedora de relato épico y la oportunidad para autopercibirse como actor crucial, las identidades artificiales no fueron eliminadas, sino que integradas. En un mundo sin trascendencia, participar de un relato, de un hecho histórico, del “Chile Despertó”, los lleva a anunciar histéricamente que eran los autores de este “milagro laico”.
Si bien el histórico proceso de igualación forzada logró avanzar con bastante éxito disolviendo los vínculos naturales trascendentes, aún restaba eliminar el más básico generador de diferenciación, aún entre personas desarraigadas, esto es, la individualidad. La guerra contra la realidad, y su pretensión tácita de instalar la tiranía de las subjetividades, todavía debía lidiar con la desagradable circunstancia de que a nivel singular, aún después de ser atomizadas, las personas continúan manifestando virtudes y defectos, que con el paso del tiempo, son fuente inevitable de desigualdad.
A muchos desarraigados les molesta la individualidad ajena, pero también la propia. La individualidad los enfrenta a inevitables comparaciones. La individualidad les resulta un desagradable recordatorio de las propias carencias, vergüenzas, fracasos, y temores. Es una piedra en el zapato de la subjetividad que desea bastarse a sí misma para conducir a la felicidad humana.
Para un desarraigado no conforme con su específica realidad, ignorar la individualidad para perderse en la masa es una oferta siempre interesante. Es similar al “estado de embriaguez” de que alguna vez habló Nietzsche. Un estado del cual no se predican defectos, sino que únicamente virtudes, de las que cada desarraigado participa de manera igualitaria y sin distinción. Un estado que permite abandonar la desagradable individualidad y percibirse como algo distinto, abstracto, anónimo; un espacio en donde la infalibilidad humana es la regla general, ya que la masa nunca será responsable por sus actos (la comodidad que los desarraigados manifiestan con las “funas de internet”, o los ataques en masa contra personas aisladas, es muestra de esto). La colectividad masiva deviene en narcótico, un inhibidor contra el desagrado que genera la propia individualidad.
En principio, la existencia individual no puede ser valorada positivamente por tratarse de un testimonio de realidad y desigualdad, lo cual contradice a la tiranía de las subjetividades. La individualidad será solo aceptable cuando haya sido vaciada de trascendencia, y luego, inoculada con alguna identidad artificial contingente, que por definición, siempre corresponderá con algún grupo oprimido, de sensibilidad manipulable, inserto en colectividades movilizables, con representantes ávidos de recursos e influencia estatal, y siempre alineado con algún programa internacional de aspiración globalista.
La gente fue políticamente aprovechable porque fue sobornada, y el pago fue mediante una experiencia no mensurable en dinero: el pago fue pertenecer. Una oferta que hasta muchos nacionalistas y declarados anticomunistas no pudieron rechazar, ya que significaba sentir que por primera vez iban ganando. Los adornos conceptuales, ideológicos y sentimentales vinieron después, un maquillaje improvisado de razón, justicia, y “sentido común” que explicase a sí mismos y a sus cercanos por qué declaraban su apoyo.
Cuando se valida un relato de opresión cuya injusticia sería únicamente solucionable a través de la intervención del Estado, dicha validación, así como cualquier grado de participación en el relato, no puede sino ser de tipo político.
Así que no, no pienso que todos los movilizados sean de izquierda; pero sí pienso que quienes no lo sean, recibieron un pago, bastante barato, y que ni siquiera les conviene entender.