Sanguinis

Sanguinis

La sangre tiene un tono y unas coordenadas. Algo que se comprende en silencio, como la mirada cómplice y protectora de las abuelas, como el olor de las plantas bajo las galerías, como las marcas que hicimos en los muros cuando niños.

La sangre no necesita ideologías distantes y complejas, para saber cuál es el sendero que las almas han tomado, para ver la sombra de los barcos que surcaron el océano, para sentir la fuerza de la nostalgia en el cielo transformado.

La sangre no es algo que se compre, ni tiene un precio en dinero, ni se remonta sólo a algunos años atrás.

La sangre muere por el oro y se renueva por el trabajo del obrero, del campesino, de un tipo de persona que ya casi ha dejado de existir.

La sangre es comprensiva, silenciosa, prudente, paciente y misteriosa. Sin embargo todos los adjetivos del mundo no podrían definirla.

La sangre es el umbral de las casas que se derrumban o que han sido demolidas. Las plantas que esperan el retorno de las manos que regaban sus raíces.

La sangre es lo que está bajo el barro del río, o de las baldosas que conforman dameros de soles y de lunas tan antiguos como el amor.

La sangre son las estaciones de tren abandonadas con andenes cuyas historias han quedado debajo de la niebla o de la helada.

La sangre es la pasión del tiempo detenido sobre los pasos del recuerdo. Y el desembarco sucesivo en costas que permanecen siempre iguales a sí mismas.

La sangre no es la política ni la geopolítica, porque no hay territorio ni negociación que la definan, ni espacios definitivos que la contengan, ni líderes que puedan representarla en su totalidad.

La sangre es una bandera con todas las voces de lo que hemos amado y con las que desesperadamente queremos y debemos hacer sobrevivir.

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