Parece ser que, por estos días, es todo un desafío ponerse un brazalete del amor LGBT durante los partidos del actual campeonato de la Copa del Mundo. Lo anterior, cuyo trasfondo realmente no me preocupa en lo más mínimo, es definitivamente un acto político (aunque la selección de Alemania quiera creer o hacer creer que lo suyo no es una declaración política). Todo esto es un acto político; uno que llega tarde y, peor aún, que eligió estar en silencio político por décadas. Sí: no aplaudían a los regímenes musulmanes, pero eran demasiado condescendientes con pueblos cuyas prácticas no serían silenciadas si fueran occidentales o cristianos. Y no sólo eso: no hacían un escándalo cuando sus propios gobiernos hacían oídos sordos con las poco modernas prácticas de las teocracias orientales.
Seamos honestos: el Islam no es muy occidental que digamos, y los países europeos que lo presentan como religión mayoritaria (como los casos de Albania y Bosnia y Herzegovina) son un tanto anticuados y retrógrados para los estándares a los que estamos acostumbrados. Más aún: los países que presentan fundamentalismo islámico son absolutamente opuestos a todas las libertades, licencias y democracias occidentales (si bien el grotesco libertinaje al parecer está reservado sólo para las realezas, que no temen a aventurarse en los vicios tan vehementemente condenados por la Sharía).
En Arabia Saudita, Qatar, Emiratos Árabes Unidos, etc. difícilmente presenciaremos marchas por el Orgullo Gay y definitivamente no veremos mujeres en los directorios de empresas ni exhibiendo sus cuerpos (normados o no) en las playas. Pero lo que tampoco presenciaremos es un bombardeo liberador como los ocurridos en otros países afro-magrebíes, y es que no es un secreto que las potencias aliadas (el bloque atlantista) pueden hacer excepciones cuando los jerarcas fundamentalistas actúan de manera favorable a los intereses geopolíticos y económicos de quienes dan las órdenes a los bombarderos y drones. En efecto, si recordamos el acontecer mundial de hace unos años, encontraremos que todos los países que fueron tocados por la gracia de la Primavera Árabe eran más democráticos (ninguna una panacea, en todo caso) y permitían más libertades que los países musulmanes que hoy en día gozan del favor de EE.UU. Además, y por si fuera poco, es de conocimiento público –pregúntenle a Hillary Clinton – que los países que gozan del favor aliado han sido financistas (como Arabia Saudita y Qatar) y banqueros (como Emiratos Árabes Unidos) del terrorismo sunnita, el que presenta grupos no del todo desconocidos, tales como al-Qaeda y Hamas.
Hablar de la hipocresía presente en el progresismo occidental, a estas alturas, es una pérdida de tiempo y es un tema trillado; nada nuevo bajo el ardiente sol que sale por el Oriente. No obstante, la lección que sí hay que aprender es la de combatir el etnomasoquismo (mezclado con supremacismo, paradojalmente) que padece Occidente: se da un paso, y se retroceden dos, se piden disculpas, y se invita a toda la humanidad a un abrazo fraterno. Se tolera que en Europa la gente pueda vestir como quiera (o como impongan sus leyes religiosas), sin embargo, lo mismo no tiene vigencia en los países wahabitas, donde la libertad importa poco y el respeto es impuesto a fieles e infieles por igual. Y todo esto ocurriendo mientras que en los pasillos de la Casa Blanca y en el Palacio del Elíseo se discute respecto a las próximas liberaciones de la tiranía y los próximos tratados con las mismas teocracias que gozan de amplias libertades para latigar, reprimir mujeres y que no temen perseguir a aquéllos que sufrieron la picadura de cierta cobra.