Por increíble que pueda parecer, y luego de estar años expuestos a las evidencias que nos ha regalado la realidad –de maneras misteriosas y desconocidas–, hay que reconocer que, pese a la gran distancia cultural, biológica y psicológica (que permitió la ghettización – un tema a tratar en una próxima oportunidad) de todas las cuestiones inmigratorias actualmente tan en boga, la inmigración haitiana ha sido la mejor que ha llegado a este país en los últimos años. O la menos mala en comparación a las otras oleadas.
Los prejuicios respecto de las últimas oleadas migratorias no son tan pre-juicios como algunos quieren hacer creer (muchos de ellos asociados a think tanks de centroderecha, los mismos que después se mostraban preocupados de las consecuencias de la situación en Venezuela), puesto que para que exista un prejuicio tiene que haber, según la RAE, un ‘juicio previo o idea preconcebida, por lo general desfavorable’, respecto de algo o alguien. Esto podría ser el caso si nos enfrentáramos a una situación donde algo o alguien fuera desconocido para quien emite el juicio previo, y este último actuara consecuentemente según su temor desprendido de la ignorancia.
Siendo honestos, antes de la llegada de las masivas oleadas venezolanas, a nadie le importaba demasiado la gente que provenía de dicho país. En efecto, en un primer momento en Chile no existía una verdadera preocupación respecto de la orientación política de esta inmigración, sobre la cual la derecha más dura puso su mirada con beneplácito sobre ésta ya que proporcionaba testimonios vivos sobre la aplicación del socialismo, lo que –por su parte– provocó que cierta izquierda acusara a estos inmigrantes de ‘venezofachos’.
Superado el tema político respecto a esta inmigración (que puede ser comprendido como un ropaje de orientaciones y valores que permite que sean ubicado en la cartografía política), para la mirada promedio del “chileno de a pie” sólo se visibiliza un flujo de personas de costumbres molestas, asiduos al bullicio y de personalidad chocante para el chileno común, perteneciente a la etnia que sea.
En ‘La centroderecha y la política migratoria inclusiva’, Benjamín Ugalde hablaba de los tres grandes mitos o falsedades que nos impiden ver esta realidad (la realidad donde los “inmigrantes llegan a nuestro país motivados, precisamente, por esas nuevas oportunidades, por alternativas de desarrollo personal y de bienestar para ellos y sus familias”), a la que se le imponían trabas burocráticas que coartaban la posibilidad de desarrollo para ellos, para sus hijos y consiguientemente para nuestro propio crecimiento y desarrollo. Estos mitos eran a) que los inmigrantes le significan al Estado un alto costo económico; b) que los inmigrantes vienen a “quitar trabajo” a nuestros compatriotas; y c) el que relaciona los altos niveles de delincuencia con los inmigrantes.
Por un momento, asumamos que todo lo anterior se trata precisamente de mitos y falsedades. ¿Es suficiente eso para considerar que un flujo migratorio es inocuo? ¿Será la solución volvernos más tolerantes con las culturas e idiosincrasias de los recién llegados? Tal vez sí sea una solución, no obstante, ¿queremos realmente renunciar a los estándares aburridos y estables que caracterizan a la sociedad chilena y reemplazarlos por unos parámetros más coloridos, llenos de vida, machistas y tropicales propios del Caribe? Y todo esto sin considerar que la falsedad n°3 podría no ser tan falsedad.