No soy cristiano ni sigo credo semítico alguno, ni tampoco espiritualidades apolíneas-solares. Prefiero lo dionisíaco, la alegría de vivir y el desenfreno del arte, por lo que el sufrimiento de profetas que encarnan lo divino a través de una vía ascética no logra identificarme, ni causarme admiración. Miro de lejos, y sigo mi vida, vivo y dejo morir y que cada cual adore lo que le parezca bien y piense lo que le acomode a su mentalidad y valores. De eso se trata la tolerancia, actitud muy europea y occidental que, pese a lo que quieran decir algunos, no es algo nuevo: ya en el Imperio Romano, con su bota –o sandalia– militar que pisoteaba pueblos y culturas más débiles, era conocida la tolerancia religiosa al interior de sus fronteras.
Hace algunos días, los noticiarios exhibieron una y otra vez las imágenes de la profanación y saqueo del templo de la Gratitud Nacional, donde una escultura de Jesús crucificado fue arrancada, paseada, arrastrada y destruida por una turba grosera y bastante poco pensante. Previo a la Guerra Civil Española, ocurrió una escalada de violencia claramente antirreligiosa (o, mejor dicho, anti-católica), perpetrada por elementos pertenecientes a las filas del bando republicano. Estos actos fueron de distinta índole, y algunos fueron tan atroces que arrastrar una figura de Cristo por el suelo parece un simple juego de niños.
Saquear un templo no es algo moderno, y notables son las obras de arte dedicadas a la destrucción de Jerusalén y saqueo del templo bajo las órdenes del algún día emperador Tito. Pero lo que vimos en las noticias fue un juego de niños, y una imprudencia. Como yo no soy religioso, ni tampoco me importan mucho las actuales causas estudiantiles (no creo que la educación sea un derecho, no me molesta el lucro ni tampoco creo que la educación de mercado sea esencialmente mala), bastante poco me importa la destrucción de imágenes religiosas ajenas a mi visión del mundo. Sin embargo, si yo hubiera sido católico me hubiese sentido bastante ofendido por el acto, y eso es algo que ese sector de agitadores parece no comprender: con o sin capucha, si se apunta a recibir apoyo popular, hay que tener en cuenta que causar el enojo de las masas a las que se quiere llegar sería una estupidez. Y eso es lo que ocurrió. El grueso de la población objetivo de todas estas propuestas que pretenden lograr efervescencia social es católico, y un vandalismo anti-católico difícilmente va a lograr la adhesión de las masas católicas a la causa que destruye sus símbolos.
Por otro lado, la Izquierda “pensante”, que es la misma de los Guerreros de la Justicia Social, activistas de redes sociales, universitarios libre(?)pensadores(¡?) y toda esa fauna de filósofos del Untermensch, también olvida que abandera a toda esa gente a la que desprecia: llama a las multitudes ignorantes por molestarse por la destrucción de una ‘figura de yeso’ (haciendo énfasis en la artificialidad, para denostar aún más la fe de las multitudes de la clase a la que apela) en vez de molestarse por las condiciones de vida de algunos, porque la educación no es gratuita, porque la salud blá blá blá, en fin, un montón de problemas y cuestiones derivadas del mundo moderno, de la sociedad y su funcionamiento, ignorando que la espiritualidad está enraizada en el ser humano desde mucho antes de que el mundo y sus comodidades fueran lo que son hoy.
El ser humano no es la criatura hiperracional y cuasi-robotizada que la Izquierda quisiera: se mueve por pasiones, por emociones. Vibra con algo más que lo económico y material, con lo fácilmente explicable a través de números, y solucionable mediante el despilfarro de unos cuantos millones de pesos. Si la Izquierda se ha divorciado de la realidad y la sociedad, es tiempo ya que la sociedad asuma que debe dejar a la Izquierda en el pasado… o en el mundo de los sueños.