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Muchos años de mi corta vida los “invertí” en movimientos de corte nacionalsocialista, aunque no sé si podría haberme adscrito a dicha etiqueta en el pasado. Era lo más parecido a lo que pensaba que era lo mejor para mi gente, y mi impulso sincero por ayudar a los míos me impulsó a apoyar iniciativas nacionalsocialistas, o lo que quiera que hayan sido en realidad.
Hoy, ya no es necesario que participe de iniciativas de ese tipo, puesto que he hallado un nicho que me es mucho más cómodo, más claro y lo siento más mío, al menos por ahora. Y es que comprendí que para la supervivencia de los míos existían más opciones. Respecto a ser nacionalsocialista, no dejé de serlo, sino que nunca lo fui. Pero Adolf Hitler continúa siendo para mí una figura de constante de revisión y análisis.
Sobre si se puede separar a las personas de sus obras sin perder la objetividad, lo dudo. Pero las personas no tenemos sólo un plano, por lo que si bien no podemos –ni debemos– separar a las personas de sus actos, sí podemos reconocer los distintos aspectos por separado.
Adolf Hitler y su obra fueron desastrosos para Europa, lanzándose en una empresa megalomaníaca que terminó con una Europa en llamas, una Alemania en ruinas y en un estado mucho peor que aquél de donde fue sacada gracias al surgimiento del Nacionalsocialismo, y un Reich que tan sólo duró 12 años. Si Hitler en realidad quería la paz o que toda su desgracia se debió a las maquinaciones de la Judería Internacional –como le encanta aseverar a algunos, haciendo alusión a la inocencia de Adolf Hitler, volviéndolo en realidad en la víctima que nunca quiso ser–, es una manera poco objetiva de entender la Historia pues, como sabemos, la Historia es como es, no como quisiéramos que fuera o hubiese sido.
Las pasiones de Adolf Hitler terminaron por enviarlo a la ruina, aunque respecto a eso, lo cierto es que fue una ruina a causa de un impulso democrático real: Adolf Hitler, sus ideas, sus actos, no fueron sino el resultado de décadas de deseos de un pueblo. Dicho de otra manera, el advenimiento de Adolf Hitler era, sin lugar a dudas, algo inevitable.
El surgimiento de Adolf Hitler y del Nacionalsocialismo, como último estertor de la Vieja Derecha Europea, y su posterior inmolación, marcan la consolidación absoluta de la derrota de la tradición europea y, por otro lado, el triunfo de Occidente por sobre los valores de la diferencia, cuyo golpe de gracia había empezado a orquestarse desde la Ilustración. De eso se trata la civilización occidental, que no es la civilización europea sino el fruto monstruoso de la cultura europea, como bien acusara Guillaume Faye, y Heidegger, antes de éste. Quien quiera entender de qué se trata Occidente en realidad, no debe ver hacia el pasado buscando gestas heroicas y el cantar de los trovadores, sino que debe verlo en la bandera con la hoz y el martillo flameando en las ruinas del Reichstag. Quizás no triunfó el Comunismo representado por dicha bandera, pero inequívocamente triunfó el Igualitarismo, pilar innegable de la Modernidad.
La voluntad de Adolf Hitler, la misma que lo hace tomar y llevar sobre sus hombros la responsabilidad de personificar todos los deseos del pueblo alemán siendo un hombre común, fue también un catalizador para la Guerra Civil que Europa necesitaba para terminar con su suicidio. Es triste reconocerlo, pero los pueblos eligen sus destinos de acuerdo a sus intereses, y los pueblos de Europa – ignorantes del destino en común que poseían desde su origen en la frialdad carnívora del Paleolítico, y más ignorantes aún de la debacle en común que afrontarían años más tarde, en los albores del siglo XXI– no titubearon en lanzarse en una guerra fratricida que sólo les traería desgracias y una paz armada dominada por la destrucción de las identidades locales, la disolución de las fronteras, la pérdida del norte y una definitiva renuncia a la dignidad geopolítica e histórica.
No pudiendo identificarme personalmente con el nacionalsocialismo (mi pensamiento tendría más en común con Theodore Kaczysnki, Tyler Durden y Ron Paul que con todo el aparato del NSDAP), creo que sí podría hablar de mí como un admirador de la figura de Adolf Hitler. Y cómo no, si la determinación de éste lo llevó no sólo a lanzarse de lleno a hacer lo que creía correcto, sino a levantarse desde las masas de personas comunes a cumplir con lo que él asumió como su deber. Parafraseando y adaptando las palabras de un gran revolucionario chileno, Adolf Hitler avanzó con todas las fuerzas de la Historia. En este caso, no era la conciencia de clase la luz inspiradora, sino la conciencia nacional. Probablemente, en un escenario como el actual, Adolf Hitler habría estado inspirado por la conciencia racial, pero eso ya es una especulación de mi parte. Hitler y el nacionalsocialismo se fueron para no volver jamás.
Adolf Hitler, el nacionalsocialismo y todos los experimentos europeos de Vieja Derecha, para lo que nos compete estrictamente en el aquí y el ahora, son figuras ajenas, pertenecientes a otro lugar y otra realidad. A nosotros, lo que nos convoca tiene poco y nada que ver con lo que convocó al pueblo germano durante el siglo pasado y, de hecho, lo que nos convoca es algo aún mayor y más dramático: a nosotros nos convoca la supervivencia, por encima de toda pasión por las formas. Podemos revisar y analizar el caso de Adolf Hitler una y mil veces, así como el caso de muchas otras figuras históricas, pero no debemos olvidarnos que la Historia avanza hacia adelante, y nuestra misión no es limpiar el pasado de nadie, sino conquistar un futuro para nuestra gente. Y en eso no podemos fallar.