Chile es un país que, si bien es joven, ya tiene varios siglos de desarrollo a cuestas, y que, como todo buen hijo del Imperio Hispano, sufre los problemas propios del colonialismo realizado otrora por el pueblo español, donde la asimilación cultural y religiosa por parte del conquistado era tarea más importante que la preservación étnica del conquistador apostado en los nuevos territorios.
Chile es un país que debido a lo anterior ha tenido que pasar su niñez en un orfanato a la espera de sus padres, para así poder saber su origen y comprender su identidad y hacia dónde debe apuntar su timón.
Al parecer, la falta de espejos en dicho recinto, y la similitud idiomática y cultural con los antiguos hijos del imperio donde no se ponía el Sol, ha llevado a la gran mayoría a considerar que son legítimos herederos de una cultura que -a nivel biológico- le es ajena y les debiese resultar lejana.
Es que si bien Chile -como entidad biológica- es un huacho deseoso de saber quién es (todos necesitamos algo a lo cual aferrarnos), tiene nociones de quiénes podrían ser sus padres. Es en ese vago conocimiento de su origen (gracias a quienes han manejado las riendas del país) donde la mala imagen propagada sobre los pueblos indígenas y su nivel evolutivo (como si las necesidades que llevaron a los pueblos a dar un paso más allá pudiesen ser ponderada universal y matemáticamente) e incluso su aspecto físico (ya que el modelo de belleza chileno y global se basa en el europeo), han llevado a la mayoría de la población chilena (que es notoriamente mestiza) a considerarse parte de la minoría criolla (la minoría más grande del país), que en la realidad nacional es representada como la portaestandarte del éxito y las oportunidades.
¿Pero de dónde parte todo? De una mala comprensión de la cultura. En un mundo globalizado como el nuestro, donde la frase «libertad de elección» ya se encuentra grabada en el ADN de la sociedad, la cultura también se ha pasado a transformar en un bien global capaz de ser adquirido por quien así lo quiera, como si de una expendedora de refrescos se tratase o un par de pantalones que uno compra y deshecha a voluntad.
Hoy la hispanidad, y con ella de coletazo todo el legado europeo en suelo americano, se ha transformado en moneda de cambio para todos aquellos grupos que abogan por la defensa dichos elementos (hispanidad y legado europeo) que, a su juicio, son simples realidades culturales.
¿Pero la cultura nace de la nada o es parte de un proceso llevado a cuestas por un pueblo específico en un contexto determinado? Claramente no podríamos estar hablando de hispanidad si no hubiesen sido los españoles los que se asentaron en este territorio, así como no podríamos hablar de legado europeo en América si los colonos hubiesen sido de origen mongoloide.
La cultura no nace por arte de magia ni debería ser adscrita por quien no es heredero biológico de aquellos que, durante un proceso largo de maduración, le dieron origen a dicho legado.
La cultura puede ser voluntariamente abrazada por quien carece de nociones básicas sobre la importancia de la identidad para el desarrollo personal y comunitario, pero eso no transforma a dicho individuo en un real representante de dicha cultura. Así como un europoide en África no se convertirá en cónguido y africano por seguir y creer en su cultura, un indígena o mestizo chileno y americano no se transformará en criollo e hispano por más que así lo desee.
Para ser criollo no basta el deseo profundo ni una voluntad potente, ni ser poseedor de un apellido castellano o hablar castellano, así como tampoco ser un paladín en la lucha por raza blanca. Para ser criollo se necesita tener una vinculación biológica con el viejo mundo y una relación con este suelo americano que nos brinda nuestro especial carácter.
Puede ser que hayan criollos que no se interesan por su legado y que no lucha por él, pero donde está la materia prima para trabajar, el resto puede llegar por añadidura.