Las excusas y campañas virtuales nucleadas en torno a bajar el IVA a los libros han servido para limpiar un poco las conciencias de las masas chilenas, especialmente las abanderadas e identificadas con los pobres (esa gente que cree que todo lo que sucede en este mundo tiene que ver con una dinámica de gallinero donde los ricos cagan a los pobres, y que, algún día, los pobres harán que todos sean igual de pobres para hundirse todos en excremento de gallina).
Los libros no son lo más barato que hay (lo sé, una grosera parte de mi sueldo mensual se transforma mágicamente en libros, y no son tantos), pero definitivamente hay cosas que generan un gasto más alto que comprar un libro o revista, y es que en un vulgar carrete de fin de semana he visto que se gasta más de lo que cuesta un libro, o comprando ropa que ni siquiera es tan tan necesaria. Los libros son caros, sí, el IVA los encarece un poco más, sí, no se lee en Chile porque la gente es pobre, no. A otro perro con ese hueso. La mayoría de la gente en Chile no sólo es pobre en conocimiento general sino que, además, ignorante, floja y autoindulgente.
Entonces, ¿qué sorpresa hay en los penosos resultados del Simce de lectura?
Apuntamos con dedo acusador a las nuevas generaciones por ser un montón de burros mediocres (disculpándome de inmediato para no ofender a algún animalista que pueda leer esto), pero pasamos por alto que la inmensa mayoría las casas chilenas carece de libros —basta entrar en un living aleatorio para ver un televisor con pantalla grande y libros que brillan por su ausencia —, que los adultos promedio leyeron su último libro en Segundo Medio, que los súper-profesionales chilenos no leen cosas que no tengan que ver con su disciplina (Timeo hominen unius libri), o que la gente confiese muy suelta de cuerpo que “no me gusta leer”, o que prefieren las películas dobladas porque no alcanzan a leer los subtítulos (¡uf!) o que se cansan de leerlos (doble ¡uf!).
El sistema educativo impulsado por el Estado y avalado por la sociedad en su conjunto ha promovido profundamente la mediocridad entre las masas, justificando que el talento no puede ser dejado de lado por “cuestiones de forma”, borrando todo rastro de elitismo y excelencia. ¿Resultado? Los colegios no vomitan los artistas talentosos que quisiera ver la Izquierda progresista, sino robots pobremente calificados que sabiendo apenas escribir y con una comprensión de lectura que haría llorar hasta al peor de los escritores ante tal derroche de talento (margaritas ante porcos). Peor aún, entran a las universidades y no sólo causan sobrepoblación, sino que, además, logran titularse y seguir como mediocres con grado académico, y aún así se jactan de ser profesionales y miran al resto con desprecio. La peste bubónica.
Así, la ansiada igualdad tan buscada por la Izquierda es impuesta en las masas más vulnerables manifestándose como mediocridad, quedando expuestas a una enseñanza escolar deficiente, mientras que otros apuestan por una mejor educación, no temiendo al rigor, pues asumen que este mundo es una jungla salvaje, y la educación es una defensa. Pero sin una buena base de conocimiento como la que puede proporcionar un libro, las masas adictas a las películas dobladas serán siempre pisoteadas sin siquiera saberlo. Los libros no serán todo, por supuesto, pero ayudan. Y bastante.
Pero no todo es malo: lo bueno de la ignorancia y la flojera de leer es que miles de árboles se salvan. Una obra de caridad por un planeta en el que la deforestación avanza a pasos agigantados.