Es muy difícil encontrar un punto de equilibrio, en el tema de la identidad de los blancos del Sur.
Por un lado, no tiene sentido que defender la raza como parte de la identidad, deba remitir forzosamente al nazismo, cosa que los europeos deberán resolver de un modo y los americanos seguramente de otro modo.
Por otro lado, la incorporación de la identidad blanca americana a la historia americana, remite casi siempre a una apología del mestizaje, en una acepción de criollo que no compartimos pero que predomina en gran parte del continente.
Asumir América es asumir una raza nueva dicen, la raza mestiza precisamente, creada por la conjunción de unos elementos que por obra de magia o de ideología, conforman esa nueva raza que comparte un destino común.
Como si una voluntad política pudiera definir y conformar una raza, desde una biología ambigua con una espiritualidad universal. Es cierto que América es un «crisol de razas», pero el crisol no puede ser una identidad, sino varias que se diluyen rápidamente en la nada.
Sólo el asumirnos blancos nos separa del resto, que nunca se definirá de tal modo. Se ha luchado mucho y aún se lucha: «contra los imperialismos», a los blancos también se les permite hacerlo, pero en tanto y en cuanto no se definan como tales.
El mestizaje sólo puede desembocar en un tipo de nacionalismo político territorial, pero nunca en un etno nacionalismo blanco, cosa que los pueblos indios, aborígenes o como se los quiera llamar sí comprenden muy bien para ellos mismos.
El estado plurinacional de Bolivia por ejemplo, no creo que entre sus «plurinaciones» reconozca ni considere la existencia de una nación blanca como tal. Tal es la hipocresía del racismo antiblanco, que en su universo plural, sólo reserva para nosotros el genocidio blanco.