En los viejos tiempos, nuestros abuelos y bisabuelos, inmigrantes italianos, españoles o criollos viejos, tenían siempre una escopeta colgada en la pared, un revólver en la mesa de luz y un cuchillo a mano.
Armas todas poco idóneas para hacer una revolución, pero que servían para simbolizar la última frontera del honor y de la sangre. Eventualmente, también han servido para hacer revoluciones.
Símbolos del jefe del clan, en general de bella y artesanal hechura. Épocas en las que todos los hombres de bien estaban armados, pero el delito era infinitamente menor a estos tiempos, en los que el estado y los delincuentes (prácticamente lo mismo) monopolizan la violencia.
Ahora es delito el tótem de la tribu. Incluso es delito andar por la calle en auto o en moto, sin llevar una suma sideral de papeles y cumplir con reglamentaciones ridículas, tales como números en los cascos y chalecos identificatorios de colores. Todos somos delincuentes, porque sería imposible cumplir con todas las normativas estatales.
El estado nos quitó la dignidad de defendernos, y también la dignidad de transitar. Somos esclavos del sistema. También nos robó las armas y nos secuestra las motos. Todo el mundo se amolda a eso.
Ya nunca podremos tomarnos fotografías con la escopeta o con la moto del abuelo, a no ser como delincuentes comunes. Aquellos hermosos ritos de iniciación masculina ya no son necesarios. En primer lugar porque ya no existen hombres. En segundo lugar porque algo tan simple como eso, implicaría una lucha de resistencia que nadie parece determinado a desarrollar.
La vieja escopeta y la vieja moto del abuelo, son proscritas de la ley y asumirlas como propias constituye en delito, aunque en aquellas épocas existiera el respeto y no el delito, porque existían también los hombres de verdad.