Europa es para nosotros, como ese cementerio sombrío donde podemos ser nosotros mismos hasta los más íntimo de los huesos. Sin embargo no podemos vivir allí. Es imposible remontar en sentido inverso, la estela de los barcos y del destino. Su historia es nuestra historia, pero sólo hasta donde las nuevas estrellas lo permiten.
No podemos traer hasta aquí las tumbas antiguas de ultramar que no conocemos. No podemos negar que muchos de los desterrados no quisieron volver jamás, ni siquiera quisieron volver a pisar el suelo donde un día embarcaron empujados por el hambre, las persecuciones o las guerras entre hermanos.
Podemos retomar una nacionalidad europea, si el ius sanguinis es respetado, pero nuestra legión perdida ha trasformado con gran sacrificio en hogar la frontera, y en nuevo centro lo que fue la periferia de la raza. Europa cae rápidamente, podrida por dentro. Acaso nos espere el mismo destino a todos, pero aquí el espacio es un vértigo que aún reclama su esencia sagrada.
Todo lo que se juega de importante, se juega en el espíritu. La materia sólo persigue a través de la sangre un sentido espiritual de identidad. Es ese sentido y no los monumentos lo primordial a conservar.
Cuando la lluvia salvaje cae sobre los muertos, somos más que nunca la mutación de lugares muy antiguos no sólo de Europa, sino de mucho más allá. El futuro sólo se encuentra, caminando tan atrás que ya no importe ni siquiera la muerte de Europa. Ella morirá como murió la India antigua, Grecia, Roma y demás, pero la sangre sobrevivirá.