Puedo decir que simpatizo con Chrysí Aygí (“Amanecer Dorado” para los informados de última hora) pero también creo, en forma convencida, que el camino del tercerposicionismo no es la partidocracia ni las vías “tradicionales” post-1789, mucho menos en un lugar donde la zarza-ardiente-que-no-se-consume está tan enraizada en lo profundo, que el lagarto Murdock ni siquiera tendría derecho a salir en publicidad de la tele para expiar sus culpas. Lo nuestro es la conquista y transformación del pueblo, no del poder que se ejerce sobre el mismo. ¿Para qué querríamos tener poder sobre un pueblo con todos sus vicios, trancas, traumas y limitaciones?
Hemos visto en las últimas semanas el destino que ha sufrido el partido tras su incursión en el juego de la democracia sionista y, para qué estamos con cosas, era obvio que eso iba a suceder, y un pequeño incendio al Reichstag le puede suceder a cualquiera – recordemos que no hace mucho, la Ley Zamudio fue uno de los últimos ejemplos de lo que se puede hacer aprovechando el impacto mediático y unas cuántas alabanzas amariconadas a la tolerancia y ¡bum!, nació Chocapico.
Más de alguna vez me he reído del hecho que este país se defina –con orgullo- como la copia feliz del Edén, y el triunfo en los escaños de Chrysí Aygí no fue la excepción. Luego de que, tras 30 años de historia, saltara su nombre a los medios de comunicación chilenos y el nombre comenzara a estar en boca de todos (demostrando, de paso, lo poco informado que están las masas reaccionarias y tercerposicionistas del país, motivo suficiente para degradarlos a nada y barrer su mapa genético con palmitato de sodio), comenzaron de inmediato a leerse y escucharse frases y consignas que llamaban a la lisa y llama imitación, haciendo manifiesta, una vez más, nuestra triste realidad.
Grecia está, aunque parezca imposible, atrasada décadas respecto de Chile, y sumida en una piscina de caos, crisis económica, crisis institucional, crisis de representatividad, descontento, abuso, hambre, cesantía, inmigración desmedida, usura, etc. o sea, el caldo de cultivo que ya quisiera echar al microondas cualquier nostálgico de los años treinta, con suficientes elementos aglutinantes –es decir, elementos que unifican en el odio desde un esclavo de collar blanco que interactúa con personeros de gobierno, hasta una abuelita pensionada que pacta con el frutero de la esquina– como para poder apelar a ellos y canalizar fuerzas y voluntades, y es que eso es lo entretenido de los nacionalismos, por mucho que estén relacionados: la necesidad que tengan que variar y ajustarse a la realidad, el tiempo y el lugar en el cual quieren ser aplicados, es lo que hace que no puedan ser estáticos, ni contemplativos, ni mucho menos, imitables. Claro, si fueran imitados, emulados y todo, es probable que estemos haciendo una forma burda de nacionalismo… pero no dejamos de ser más que unos niños jugando a las recreaciones, atópicos, anacrónicos respecto a nuestro microtiempo, y totalmente carentes de la inventiva, originalidad y creatividad que ha llevado a los ejemplos en imitación al lugar donde están y estuvieron, porque, digámoslo sinceramente: Hitler no se caracterizó por ser un imitador ni mucho menos un conservador cuando planteó su doctrina, Mussolini no hizo un calco del Imperio Romano ni tampoco Chrysí Aygí se ha planteado frente al pueblo como un partido nacionalsocialista, sino como “Nacionalismo Popular por y para griegos”, i.e., ideas pensadas para la realidad e idiosincrasia helena. Entonces, ¿por qué muchos se esfuerzan por ser copycats, aludiendo a su consecuencia en vez de aceptar su falta de talento y visión crítica? No lo sé, pero mientras se continúe en la constante necesidad de ser jurel tipo salmón, el juego del querer ser seguirá superando al de querer hacer. Y eso sí que es un problema. Cerremos con un ejemplo burdo: enfrentar la realidad imitando lo hecho en otros lados, es tan poco efectivo y ridículo como creerse comando por jugar con implementos de airsoft.