Blancos y lejanos hijos del silencio.
Los inmensos barcos oceánicos y luego a navegar la llanura.
Todavía estamos navegando entre la niebla, con la nostalgia de la sangre que rumiamos sobre el surco.
Gringos de las guerras, de dialectos y banderas lejanas. Ustedes fueron la única patria que tuve, la única patria que podré tener.
Trabajadores del metal y la madera, constructores de mirada sencilla y profunda como el mar.
Nuestra raza se extingue. Por eso sobrevivo en la comarca de la nostalgia, a la sombra de unos dioses que ocultan su belleza de la plebe oscura y del dinero.
Ya no tengo patria: se ha embarcado nuevamente migrando y migrando por el río interminable de la sangre hacia el corazón del continente.
Acaso haya sido siempre como ese rubio capitán celta que fue mi bisabuelo.
Acaso el amor de Roma me seguía desde niño.
Moriré en estas cosas, anhelando el camino que lleva más allá, hasta los pueblos de los trenes oxidados, hasta las secretas estancias y las estaciones vacías.
Hasta el último sol tangencial y perenne, nos adentraremos sin dudas ni remordimientos en el núcleo más fuerte y libertario de la identidad.
Moriré en estas costas, porque nuestra legión también puede ser la supervivencia de Roma y porque se es nuestro mandato y nuestro destino.