Hace un par de días, nuestra presencia en las redes sociales fue censurada y quitada, luego de un rastrero “ataque” cibernético en el cual, sino todas, una enorme cantidad de nuestras publicaciones fueron denunciadas por gente que tiene más tiempo que personalidad. Esto resulta evidente y nos deja en una posición ante la cual no podemos defendernos, puesto que (1) no tenemos el tiempo de sobra como para estar atentos a cualquier niño rata que quiera perder un montón de horas de su vida apretando botones para que, ¡Oh!, den de baja una página de Facebook (que se pueden crear infinitas, tantas como la imaginación y el ocio puedan permitirlo, de hecho), y (2) tampoco tenemos la capacidad paranormal para enfrentarnos con un enemigo que no es capaz de ver la luz del sol o de despegar el culo del asiento como para hacernos frente en el mundo real.
Todo parece indicar que el ciber-ataque inspirado en un personaje de Chespirito (es decir, “acúsalo con tu mamá, Quico”), fue perpetrado por una piara de tercerposicionistas sedientos de limpiar sus filas para poder encaminarse hacia la victoria final, que será algo así como un despertar espontáneo de toda la humanidad cuando quiten la venda de sus ojos. O algo por el estilo. El gran problema aquí yace en que nosotros sencillamente no formamos parte de la tercera posición, como tampoco de la primera, segunda, cuarta, quita o sexta y así ad infinitum. Es más, como movimiento, ni siquiera nos importa mayormente la posición política que pueda adoptar nuestra gente: cada uno es libre de tener la orientación política que le plazca, aunque adoptar ciertas posiciones se vuelve algo contraproducente cuando falta el caldo de cultivo necesario.
Entonces, ¿qué sentido tiene que se nos persiga en una Caza de Brujas de algo que no nos interesa como grupo de personas? Aún no lo comprendemos, pero peor aún es el hecho de que quienes se encargan de ser los ejecutantes del Santo Oficio conforman las filas de lo que dejó una ola en un mar lleno de desperdicios: guerreros cibernéticos, acomplejados con escasa vida social (i.e., fuera de las redes sociales virtuales), paranoicos con sequía sexual, mojigatos por necesidad, trolls pálidos pues jamás han visto la luz del sol y, en general, una larga lista de epítetos que definirían a un perdedor en la vida real.
Que el “ataque” haya estado dirigido a nuestra presencia en las redes sociales, es indicador de que son ellos quienes le dan importancia vital a estos espacios desechables. Pudieron habernos dado una paliza en la calle, como lo hacían los caballeros, pudieron habernos escupido en nuestro almuerzo, envenenar nuestras mascotas, rayar los muros de nuestras casas y un sinfín de opciones que, desgraciadamente para ellos, involucran el salir al mundo más allá de las cuatro paredes de sus habitaciones. Ahí, donde en los mapas hay dragones.
Pero en la vida real no es mucho a lo que pueden aspirar: su postura llena de consecuencia, honor, coraje y con una fortaleza moral como para dejar al niño Jesús reducido a una alpargata, forma parte de su persona virtual, un alter ego que es creado como un refugio para protegerse del mundo real (personificado a través de las malvadas abuelas que se cuelan en la fila del pan, o los escolares que atropellan al resto en la entrada al metro, por dar dos tenebrosos ejemplos). Basta que se corte la luz y que el módem quede sin conexión para hacer que el Reich de los guerreros cibernéticos se extinga y vuelva al lugar de donde jamás debió haber salido: del mundo de los sueños y fantasías infantiles de algún master-bator crónico.