Sin la necesidad de darle muchas vueltas, podemos notar que Chile es un país profundamente clasista, herencia del sistema de castas de la época colonial. Así, como en todas las sociedades donde hay división por algún motivo, se desprende la discriminación como un producto absolutamente normal y esperable. Esto lo expongo sin ninguna connotación negativa ni positiva sobre la palabra discriminación, ni sobre sus consecuencias. Prefiero asumir que el mundo es como es, y que la discriminación va a existir de manera independiente a lo que se pudiera pensar como una sociedad ideal. El ser humano basa su identidad en la relación dialógica inclusión-exclusión, y hasta los que aspiran a romper con todo tipo de tribu o grupo humano terminan por excluir al resto para hacer relucir su propia individualidad, lo que podría interpretarse como una microidentidad, o identidad individual. En Chile la discriminación existe, y la más importante de todas es la discriminación de clase.
Esta discriminación es reforzada y demostrada en todo momento a través de manifestaciones de desprecio, miedo y resentimiento. Basta revisar comentarios (casi calcados) de gente de Izquierda para percatarse de lo conservacionistas de clase que pueden llegar a ser: acusan con desprecio de “desclasado” a todo aquél que se rehúse a autoidentificarse con su clase social de origen o que se rehúse a permanecer de por vida en una determinada clase social. Se mira con desprecio a Doña Florinda no por querer aspirar a escalar socialmente, sino por no resignarse a ser pobre. Por otro lado, el sector más acomodado de la sociedad mira con temor el ascenso de corrientes políticas populistas, las que podrían poner fin a su estilo de vida y redistribuir los bienes por los que han trabajado por generaciones y, finalmente, otros ven con rencor y envidia cómo otros van surgiendo y gozando de mejores niveles de vida. Podemos decir que, desde una perspectiva bottom up, es decir, desde abajo hacia arriba en la escala social, hay un resentimiento de clase (“los de arriba nos están cagando”), mientras que desde una perspectiva top down, es decir, desde arriba hacia abajo en la escala social, hay un temor de clase (“los de abajo nos quieren cagar”).
Para el caso de la identidad criolla, i.e., los eurodescendientes que tienen una historia y cultura en común en suelo americano, la discriminación de clase le repercute de manera más directa que a otros grupos étnicos. Podemos ver criollos en todos los grupos sociales, sin embargo, las clases altas pueden ser asociadas con bastante exactitud con fenotipos europeos (blancos). Ésa es la realidad y hay que aceptarla. Incluso, puede hacerse el ejercicio de imaginar a una persona de clase alta para que comencemos a mentalizar a un individuo de rasgos europeos, algo nada raro, teniendo en cuenta que desde la Colonia –y su sistema de castas es el mejor testigo– que son individuos europoides los que han detentado históricamente los mayores poderes económicos. Por supuesto que también existen otros individuos criollos pobres (como quien escribe), pero ésa es otra historia. El problema con el resentimiento de clase es que, motivadas por las diferencias sociales –que no tienen por qué ser “injustas” necesariamente– las clases sociales medias y bajas miran con beneplácito todo lo que pueda significar mal pesar, sufrimiento e incluso la desaparición de las clases altas. Oponerse a esto sería traicionar a la lealtad de clase (esto es, volverse un “desclasado”, un pecado capital para la Izquierda que con esto termina abogando por la conservación del orden social y el status quo: quiere que los pobres sigan siendo pobres). Volcar el resentimiento contra las clases altas termina por volcar esfuerzos contra todo lo que parezca acomodado/rico/facho/terrateniente, y también contra todo el espectro de características que pudieran estar relacionadas con lo anterior, fomentando así no sólo el odio contra lo que parezca de clase alta, sino también contra lo que pudiera ser identificado como de clase alta como, por ejemplo, poseer amplio bagaje cultural (a menos que esté filtrado por ideas de izquierda), ser cercano a ideas de Derecha liberal-conservadora y, lo que interesa aquí, poseer fenotipo europeo.
No es ningún secreto que el pensamiento de Izquierda hace bastante rato que está promoviendo políticas de reemplazo étnico y racial no sólo a través del apoyo directo a la inmigración no-europea, sino también a través de la preparación ideológica para la aceptación de esta inmigración, colonización y reemplazo étnico por parte de las masas populares. A esto, se le suma también el resentimiento de clase lo que no solamente ataca a todo lo que sea de clase alta, sino que ataca además a lo que pueda ser identificado con la clase alta.
La página de Facebook de la cantante izquierdista e internacionalista Ana Tijoux reposteó hoy el extracto de un reportaje publicado por No es na la Feria pero aparecido originalmente en la revista Paula (titulado «El nuevo rostro de Chile»), donde se informa como si de algo maravilloso se tratara que
En el 1°A del Liceo Miguel de Cervantes de Santiago hay un alumno chino, un haitiano, un colombiano, un dominicano, dos argentinos y 17 peruanos. Es decir, de los 36 niños que componen el curso, 23 son inmigrantes o hijos de inmigrantes.
La noticia es preocupante. Se entiende como positivo que los niños aprendan todos los modismos y posean todas las culturas en ellos, pero nadie se percata que si todos poseen todo, entonces ningún pueblo es especial, ninguna cultura será única. La cromatografía humana se vuelve algo lejano, difuso e insignificante.
Como no me gusta el sensacionalismo, no podría manipular la información y afirmar que la situación mencionada ocurre en todas las aulas del país, aunque tampoco hay que minimizar el significado de esto: por un lado, y quizás lo menos grave hasta el momento es que, efectivamente, está ocurriendo un reemplazo en algunos colegios –quizás, aún son pocos, hechos aislados y curiosos, como éste–, mientras que, por otro lado, el peligro mayor está en la buena disposición al borrón étnico-racial por parte de los sectores «pensantes» (que es como se autoproclaman en la Izquierda) de la población: se idealiza la multiculturalidad/plurietnicidad como si fuera la solución para los problemas del mundo. Primeramente, la diversidad cultural nunca se ha manifestado en forma pacífica más que en la mente de algunos idealistas, y la única manera para que haya paz en convivencia con la diversidad, sería a través de la hegemonía y dominación por parte de la cultura más fuerte, la que sometería a todas las demás hasta anularlas. En segundo lugar, y quizás más perniciosamente aún que el aplastamiento de las culturas más débiles, se promueve la fusión y disolución progresiva de todas las culturas hasta la desaparición de la diferencia, para la creación de un nuevo «chileno», el cual encarnaría casi una figura hologramática: en él, estarían presentes todas las razas, todas las etnias y todas las culturas, hasta finalmente hacer de él una sumatoria de todo, es decir, una nada. No sólo criollos marcharían al punto-donde-nada-está-diferenciado, sino también pueblos indígenas y otras identidades nativas que han sobrevivido a siglos de conquista y colonización.
La partícula más pequeña de la futura sociedad chilena sería una masa indiferenciada donde estarían presente todos los colores a la vez, generando así un gran borrón de las identidades, donde la Izquierda promueve el reemplazo y el resentimiento de clase otorga el caldo de cultivo perfecto.
Una vez que al progresismo se le esfume la embriaguez por la diversidad y la inmigración, y todo lo que ello significa y se manifiesta a través del lenguaje («qué lindo», «son un aporte», «qué hermoso», «qué maravilloso», «viva la inclusión»), se encontrará cara a cara con un abismo con dos alternativas: la de la dominación y el sometimiento, o la de la desaparición de la diversidad que tanto aman, para volverse una mancha café verdosa en la paleta de acuarelas humanas.