No soy fanático del fútbol, no comparto la defensa cuasi-religiosa que muchos hacen de dicho deporte, tampoco conozco su historia, y ni siquiera se suficiente sobre el juego en si. Pero a diferencia de otros que se encuentran en igual situación, no desprecio a este deporte ni a sus seguidores; es el caso del clásico chacal de las redes sociales y su eterna lucha contra lo “mainstream” (un hipster, lo llamarían ahora), que jugando a ser Zaratustra nietzscheano, despotrica contra todo lo que le resulte “demasiado popular” y agreda su sensibilidad exclusivista.
He visto algunos partidos a lo largo del desarrollo de Brasil 2014, y desde la cómoda distancia emocional en que me encuentro respecto del fútbol y los hechos que lo rodean, puedo decir que me parece tan solo un deporte más. Es cierto: es uno donde se lucra con todo, en que el movimiento de millonarias sumas facilita el lavado de dinero controlado por mafias internacionales, pero lo mismo ocurre con la industria farmacéutica y sus laboratorios, los mismos que no destinan sus investigaciones a curar enfermedades, sino que a volverlas crónicas y rentables, sin que pueda decirse que por eso la medicina sea mala en si misma, y que ésta deba ser abolida.
A unos les gusta, a otros no; ni milagro ni maldición, solo un deporte más.
Pero si bien es cierto que este deporte no esta dotado de un contenido ético intrínseco y universal – siendo más bien neutral –, resulta revelador el rol que ha comenzado a desempeñar desde el siglo pasado.
En el Occidente moderno, el Neomarxismo primero, y la Deconstruccion después, han socavado los fundamentos de las instituciones naturales y civiles que históricamente permitieron la sana expresión de la naturaleza comunitaria del ser humano. Así, la familia, el matrimonio, el Estado, las Fuerzas Armadas, el Trabajo, la Nación y la Raza, han sido vaciados de su contenido original, corrompidos, y convertidos en funcionales a un nuevo discurso político, o bien, derechamente negados en su existencia misma.
En las sociedades del Occidente moderno, el fútbol opera como una válvula de escape que permite canalizar las naturales expresiones de empatía, solidaridad y agresividad. Desde luego, el Sistema esta completamente conforme con la existencia de una válvula que le resulta inofensiva y completamente controlable, especialmente a la hora de expresar los incorregibles caprichitos de los instintos de supervivencia y conservación, y que ha arrastrado nuestra Especie durante toda su evolución.
Este Sistema no nos quiere empáticos hacia nuestros semejantes, por eso nos ofrece una sociedad que premia el individualismo y las zancadillas entre pares. Mucho menos quiere que dicha empatía permita una colaboración entre masas. Salvo quienes en los partidos de fútbol apuestan dinero (o comida, conozco un caso), el espectador promedio no obtiene beneficio material alguno cuando mira un juego, y sin embargo, experimenta el sentir de su equipo, celebrando y/o sufriendo por aciertos y/o errores ajenos: los de 11 jugadores que mira desde las galerías o mediante una pantalla. Y no hablamos de un estado de animo fugaz, sino de eufóricas celebraciones o trágicas depresiones que pueden llegar a durar semanas, aun cuando el espectador jamás hubiese corrido tras la pelota, ni hubiese anotado goles, ni hubiese sido goleado por el equipo contrario. Hablamos de una sintonía emocional en que se identifican con un «Otro» compartiendo su dicha y desgracia, es decir, empatía pura y dura.
Junto con experimentar el sentir ajeno, el fútbol también permite la expresión de una identificación social común entre quienes se reconocen seguidores del mismo equipo. Así es como se genera una verdadera uniformacion social consentida entre hinchas, partiendo por un notable nivel de coordinación (en Chile la puntualidad de los fanáticos llega a ser escalofriante), pasando por la elaboración y entonación de cánticos, la exhibición de rostros y cabellos pintados, así como una nutrida gama de productos comerciales alusivos al encuentro deportivo, donde es posible encontrar cornetas, silbatos, banderas, gorras, anteojos, camisetas para humanos, camisetas para mascotas (el señor vendedor ambulante también tiene que comer), y un largo etcétera.
Suena a inverosímil, pero es una hecho comprobable: al hincha promedio le deja de importar la clase social, profesión, sexo, “genero” (para los que se crean esa mierda), aspecto físico, o cualquier otra condición. Le basta saber que apoyas y alientas al mismo equipo y para que te reconozcan como uno de los suyos y quieran celebrar y sufrir contigo. Dos desconocidos caminando por la calle pueden llegar a saludarse, bromear amigablemente, compartir y hasta iniciar amistades solamente por encontrarse portando el símbolo del club deportivo que les gusta, siendo que en otras circunstancias – por lo menos en Chile -, ni siquiera se habrían mirado a los ojos, y de haberlo hecho, se habrían sentido incómodos y hasta desafiados. Aquí es cuando aflora la solidaridad entre pares: hinchas de un mismo equipo, en este caso. Se trata de un fenómeno que no le agrada mucho al actual Sistema, pues si la empatía permitía que se experimentara el sentir ajeno, la solidaridad va más allá, y mueve a actuar conforme a dicho sentir, tomando acciones en beneficio del prójimo.
Y en un deporte capaz de desatar las más extremas pasiones, no podía faltar la arcaica pero siempre efectiva violencia. Y así como existe una solidaridad que aflora naturalmente del encuentro entre hinchas, también es sabido el alto grado de brutalidad que puede desatarse si barras rivales se llegan a encontrar. Aquí es donde la domesticación y amaneramiento social se van directamente a la mierda y el sentido de tribu, clan, o Männerbund, si se quiere, pueden llegar a alcanzar manifestaciones desconcertantes para una sociedad moderna. Salvo excepciones, puede que los hinchas rivales jamás se hayan hecho daño, ni se conozcan, o ni siquiera se hayan visto antes, justificando el odio mutuo con el resultado de algún partido pasado (que nuevamente, ellos mismos no jugaron), bastando su simple presencia en un mismo espacio para sentirse recíprocamente ofendidos, que luego se materializa en agresiones verbales, y finalmente, físicas.
Evidentemente, lo descrito no es un comportamiento generalizado entre todos los amantes del fútbol o dentro de algún equipo en especifico, pero sin duda representa la manifestación más extrema, emblemática, y también oscura, de las pasiones que este fenómeno canaliza. Sin embargo, es en la violencia donde el Sistema me parece más conforme, pues considerando que este busca perpetuar su discurso y asegurar que su proceder no se vea entorpecido, enmarcar la violencia clánica dentro de un espectáculo deportivo, canalizándola hacia hinchas de equipos rivales o a policías, resulta mucho más conveniente a que ésta tome un curso no previsto, pudiendo dirigirse contra políticos, banqueros, empresarios, judíos influyentes, lideres LGTB, judíos no influyentes, inmigrantes, homosexuales, o alguna mezcla de todos los anteriores. En ese sentido, la canalización que hace el Sistema mediante el fútbol le resulta bastante bien, salvo cuando se le escapa ligeramente de las manos, y al calor de los sucesos del partido, afloran los clásicos insultos étnicos y raciales contra jugadores (que en lo personal, me terminan por convencer de que el fútbol vale la pena).
Ahora bien, me pregunto: en lugar de materializarse en relaciones entre equipos e hinchadas, ¿podría esta empatía, solidaridad, y agresividad inspirarse en otros factores y dirigirse en favor de otro tipo de causas? ¿Podría la propia Etnia sustituir al equipo de fútbol, y los pares étnicos ocupar el lugar de los hinchas? Pues aunque muchos no lo crean, en ambos casos la identificación que una persona experimenta con otras corresponde a un mismo fenómeno: empatía entre pares, solidaridad expresada en apoyo, hostilidad contra el «Otro», y la parafernalia que siempre fascina: canciones, banderas, símbolos, etc.
En suma, para estos efectos la Etnia funciona igual que el fútbol.
Sin embargo, el destino de un equipo de fútbol depende en gran medida de su director técnico, de los jugadores que lo integran, de los rivales a los que enfrente, del entorno donde deba jugarse, y por supuesto, del dinero disponible. Por su parte, el destino de una Etnia se juega todos los días con las decisiones que toma cada uno de sus integrantes. Al ver ampliadas su probabilidades de afectación, la Etnia se encuentra expuesta mucho más a una eventual disolución.
A muchos les podrá parecer que estoy comparando dos cosas que no guardan la más mínima relación, y es que, ¿Por qué los intereses deportivos individuales podrían verse enfrentados con ciertos intereses étnicos? Simple: porque mediante la canalizacion de la empatia, solidaridad y agresividad a favor de un equipo de fútbol, se niegan los mismos a favor de la Etnia. Con esto se contribuye omisivamente a la disolución de uno de los más importantes vínculos sociales adaptativos, uno que han permitido la evolución histórica del Ser Humano y que, en ultimo termino, es expresión de la Naturaleza misma.
La culpa no es del fútbol, que como dije al principio, es solo un deporte más. La culpa tampoco es de los hinchas, ni siquiera de los más fanáticos. La culpa es de quienes experimentando un vacío de Identidad (síndrome muy presente en nuestras sociedades) han optado por sustitutos artificiales, y que en este caso, son los equipos de fútbol. Identidades artificiales que se proyectan en cada espacio de la vida personal del individuo, que reordenan sus prioridades, y desvían todo esfuerzo a destinos que los ojos del Sistema, «no son realmente un problema».
En una sociedad cada vez más aburguesada, la empatía, la solidaridad y la agresividad se vuelven joyas valiosísimas, por su creciente escasez, e indispensables para el éxito de cualquier iniciativa política. En este contexto, fenómenos como el fútbol nos vienen a decir – en una clave muy particular – que aun hay expresiones de ética altruista, y que las ideas ilustradas aún no han conseguido la atomización, universalización y emasculación total.
Para nuestra desgracia y bendición, existen criollos en esta situación (que no representan una mayoría, como es de esperarse en un país como Chile). Desgracia, porque llevan toda una vida invirtiendo energía, tiempo y recursos al servicio de algo que comenzó siendo una afinidad deportiva, pero que devino en una identidad artificial que sustituyo a cualquier otra; y bendición, porque ellos están dotados de la materia prima espiritual necesaria para el éxito de nuestra supervivencia étnica.
Si el Sistema pudo desviar el altruismo de estas personas para dirigirlo hacia un fin ideologicamente inofensivo, es posible, más no fácil, realizar el proceso inverso, y como no podía ser de otra forma, sera en manos de criollos empáticos, solidarios y agresivos que descanse dicha misión.