Las personas se mueven según sus pautas culturales, según sus valores o la falta de ellos. Eso Antonio Gramsci lo sabía muy bien, tanto más teniendo un hermano dirigente fascista, en momentos en los que el fascismo conquistaba a las masas.
El pensamiento occidental necesita la dialéctica, el enfrentamiento constante de conceptos, la tesis la antítesis y por supuesto, cada uno aspira a poner la síntesis según sí mismo. Eso es algo las más de las veces falso. El occidental necesita por su formación filosófica, actuar de esa manera. Lo mismo en política que en religión. Se contraponen cosas que podrían no ser contrapuestas. Se señala al otro todo el tiempo, se lo minimiza. Se lo estigmatiza al modo cristiano, marxista, porque se necesita afirmar el propio pensamiento como unívoco.
No basta con elegir un camino, hace falta desprestigiar y defenestrar el camino del otro. Cosa ridícula casi siempre, sobre todo cuando el otro se mueve en otra realidad, en otro contexto. Contraponer realismo y utopía no tiene sentido. Las utopías siempre operan en la realidad de algún modo, y los realismos tienen siempre su parte utópica, o bien bajo una capa de realidad ocultan otra realidad. Elegir como adversario al que tenemos más cerca y con quien seguramente tenemos algo o mucho en común, es el eje de nuestra derrota. Y en eso, parece ser en lo único que somos muy buenos y efectivos.