No sé cuál puede ser la convicción, que lleve a algunos a querer hacer una revolución ajena. Es triste ver cómo herederos de sangre romana se entregan en cuerpo y alma a la lucha en defensa de pueblos que no son los propios, mutando identidad y enarbolando banderas raciales extrañas, como la Whilpala o la «mapuche». Muy respetable la primera para los que tienen esa identidad. No tanto la segunda.
Siendo banderas de naciones claramente «raciales», no veo el sentido en asumirlas por quienes provienen de otra raza y cultura, aunque la hayan olvidado o perdido. Acaso todo provenga de haber asumido hace milenios una ideología y un símbolo ajenos, como la cruz cristiana, continuando luego de aquella primera descarriada decisión por caminos similares.
Sin rechazar de plano las alternativas abrahámicas, el hombre blanco será siempre un esclavo de ídolos e identidades ajenas, sean las que fueren, provengan de desiertos orientales o de las montañas andinas.
Cuando veo a miembros de la «ultraderecha blanca» arrodillados frente a jesús con la biblia en la mano, me doy cuenta que no hay ninguna salida si no empezamos de nuevo desde cero.
La culpa es un concepto cristiano, tanto como los demás conceptos antinaturales que generan la destrucción de nuestra verdadera identidad. Los jóvenes toman banderas ajenas desde una estructura de pensamiento que ha logrado que todo menos nuestra propia identidad, tenga valor en este mundo cada vez más miserable.
Estamos solos y perdidos, entre banderas y símbolos ajenos, esperando el inminente final. Que al menos nos encuentre con la bandera correcta: no vale la pena sacrificarse por lo que nunca ha sido nuestro, por eso el resultado viene siendo un fracaso tras de otro: en todos nuestros símbolos y banderas está infiltrado lo que nos viene destruyendo: una paradoja que en forma urgente debemos enfrentar.