Banderas

Banderas

No tengo una bandera que identifique el lugar donde nací. Acaso porque ya tenía otras banderas antes de nacer.

Yo no sabía, pero me fui enterando poco a poco, como quien se entera que es un hijo de adopción.

A veces me pasaba de niño, que entre el viento se movían unas telas de colores llenas de sangre y de amor. Fugaces fantasmas que atravesaban el tiempo entre las nubes, y volvían en la niebla cuando la sudestada nos encerraba semanas en la lluvia.

Las leyes me hacían jurar y amar una bandera que muy poco comprendía. Sin embargo yo de algún modo percibía la presencia de una cierta nación invisible, porque la sentía correr por la sangre y solía llorar en silencio por las súbitas emociones que algunos mensajes atávicos me traían.

Esa falta de amor a los colores jurídicamente establecidos, me traía también la culpa: ese recurso tan utilizado por cierta religión y asumido plenamente como recurso de control por las ideologías de la modernidad.

Ahora ya no siento culpa alguna, y me siento muy orgulloso de no honrar colores ajenos, porque hoy conozco bien aquellas banderas que antes me parecían tan inalcanzables o parte de un antiguo y lejano secreto.

Ahora ya sé cuál es la precisión cósmica que impregna ciertas telas llamadas banderas. Pero no trataré de dar definiciones, que son odiosas por definición. Sólo diré que a mi nación la atraviesan muchas fronteras, pero sus banderas sólo representan una frontera atávica interior: que nada tiene que ver con eso que la modernidad llama la patria y dios.

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