Argentina fue un núcleo de desarrollo del hombre blanco, en su larga y dolorosa diáspora europea.
Esa energía frustrada en la Europa suicida, se fugó en parte a la Argentina, que fue una de las últimas y más hermosas aventuras del hombre blanco europeo.
Buenos Aires fue y en alguna medida sigue siendo, la gran capital de los blancos del Sur. Cada tanto, Argentina se escapaba del corral global. La energía atómica, la tecnología en general, las artes y las letras, la política, fueron hitos plantados por europeos emigrados, sus hijos y sus nietos.
Por eso la Argentina tenía que terminar. No como país, que poco importa eso, sino como ejemplo y como espíritu etno libertario continental.
Detrás del patrioterismo imbécil e inferior, detrás del control clerical de los espíritus, siempre había un grupo de hombres blancos dispuestos a surgir con grandeza de miras, que otros hombres blancos observaban atentamente, dentro de la misma matriz racial y cultural continental.
Porque somos lo mismo en esencia como nación blanca criolla, cuyas fronteras poco tienen que ver con las establecidas, y de hecho han mutado varias veces en la historia del continente.
Lejos de los odios intra europeos, se liberaba el espíritu mejor de la vieja Europa, en una especie de Renacimiento en Ultramar. Eso ha llegado a su fin, porque todo estaba planeado para neutralizar y destruir a la Europa lejana, del mismo modo que ocurrió con la Europa primera.
Por eso Argentina es hoy tierra arrasada, y su nombre es sólo el atávico recuerdo de un impulso racial renovado. Por eso mis compatriotas son desde siempre todos los blancos del Sur: los blancos conscientes, cuyos territorios forman una misma nación.
Por eso Buenos Aires no debió ser nunca la capital de un país llamado Argentina, sino una generosa Roma del Sur, cuyos ciudadanos tuvieran, por imperio del ius sanguinis, los mismos derechos en cualquier sitio de este extenso continente.