En el ocaso del Imperio Romano, la religión pagana imperial había caído en desuso y desprestigio, principalmente en sus centros urbanos. Es cierto que los excesos de sus autoridades contribuyeron a este desencanto, pero fue principalmente por el agotamiento de una religiosidad incapaz de responder a su realidad. Al mismo tiempo, la sociedad romana hacía propia una serie de novedosos dioses, cultos, supersticiones foráneas provenientes de sus lejanas provincias asiáticas, entre ellos el cristianismo, y que finalmente terminaría por desplazar a la religión oficial, cumpliéndose con precisión lo que alguna vez hubo afirmado Carl Gustav Jung: «Quien consigue despojarse de una fe religiosa, sólo puede hacerlo merced a la circunstancia que tiene a mano otra«.
Actualmente Occidente atraviesa una crisis de Religión, ya no solo de la Iglesia Católica, sino que de la totalidad del fenómeno religioso. De allí que, a diferencia de Roma, el vacío religioso ya no pueda ser llenado con una nueva religión, sino con sustitutos de carácter pretendidamente laico.
Lo que Chile actualmente experimenta es un desencanto de la realidad, sumado a una vergüenza a contribuir en su mantenimiento, y que intenta purgar mediante el más abierto apoyo a proyectos de carácter refundacional.
Una superstición consiste en la valoración excesiva o desmedida, por la que se reconoce en algo atributos (poderes) que exceden a su verdadera naturaleza.
En este momento de desencanto, Chile abrió sus puertas a varias supersticiones, refiriéndome con ello a ideas que no son simplemente equivocadas, sino a las que se le ha atribuido un potencial mágico que realmente no tienen. Y sí, lo que la gente busca en estas supersticiones es magia. No buscan cambios realmente sociales ni políticos, toda vez que conseguirlos requiere de una visión a largo plazo, una gradualidad “aburrida”, y una moderación incapaz de excitar las emociones.
Lo que la gente busca es magia. Tal vez la cultura Hollywood, con que por décadas nos acostumbramos a medir calidad fílmica según sus efectos especiales, nos condicionó incluso políticamente para que apoyásemos únicamente aquello mensurable por niveles de adrenalina, impidiéndonos percibir y distinguir la verdadera calidad de la producción.
Actualmente Chile es un perro escarbando un basurero ideológico para saciar con provisorias supersticiones mágicas aquella hambre religiosa de la que se pretendía inmune. Veo estas supersticiones en tres cultos modernos: el Cambio, la Democratización, y el Derechohumanismo.
A pesar de lo que sus partidarios creen, su adhesión nunca significa una mejora en la cotidianeidad humana, sino la satisfacción de un apetito teórico de modificación. La seductora – y “buena” – abstracción desplaza a la imperfecta – y “mala” – realidad.
A no subestimar: y es que las supersticiones no son simplemente errores, sino que actos de fe que impiden (y castigan) que sus adherentes los pongan en duda.
El Cambio, o la superstición según la cual la transformación de algo es indicador de evolución, y con el cual sería posible protección mágica contra los malos espíritus (o sea, escapar del pasado).
La Democratización, o la superstición según la cual las instituciones serán necesariamente mejores si sus transformaciones dependieran de la decisión de un ente anónimo y cuya responsabilidad por eventuales malos resultados es simplemente diluida en la cantidad, alimentada por la imaginaria y no menos ególatra fe según la cual cada situación sería mejor si “yo pudiese decidir sobre ellas”, consiguiendo además la bendición de un ente sobrenatural llamado “mayoría».
El Derechohumanismo, o la superstición según la cual la juridización de un sueño con la categoría de derecho equivale a la invocación de una relación en que su titular exige y el obligado concede, cumpliéndose con el no confesado sueño de todo esclavo – y que no es la libertad – sino la oportunidad de someter y esclavizar a otro, asumir el rol de amo, y que a la luz de la superstición derechohumanista se potencia por su permanente adulación a las masas, convenciéndolas de lo mucho que merecen, de lo poco que han recibido, y de transmutarse desde seres humanos a consumidores de derechos.
Como en Roma, la podredumbre de la sociedad comenzó en sus extremos: desde la acomodada y degenerada alta burocracia, y desde el insalubre populacho esclavo-inmigrante. Desde ambos se expandió el cristianismo. Y es que el desarraigo siempre ha sido terreno fértil para la asimilación de lo exótico, de aquello que se parezca lo menos posible, ya sea a esa realidad cotidiana y banal que se considera de tan escaso valor, o bien a aquella pesadilla insoportable que reporta tan injusto dolor.
Tal vez Cambio, Democratización, y Derechohumanismo sean pequeñas «animitas conceptuales» que van preparando el camino para que un “nuevo Constantino” de la bienvenida a su nuevo gran sustituto: esta vez sin dioses, sin dios, y definitivamente sin trascendencia.