Discurso pronunciado el día 12 de Febrero de 2017, con motivo de conmemorar un año más de la Fundación de Santiago de la Nueva Extremadura.
Fundar una ciudad no es una decisión a la ligera, sino una muestra de determinación humana. Fundar una ciudad es el punto de inflexión entre lo incognoscible y lo cognoscible, lo concreto, lo que puede ser comprendido por la mente humana. Es la manifestación de la voluntad de volver en realidad algo que es una fantasía.
Tras la ciudad, en la ideación de ésta, está el ser humano, y en este caso en particular –Santiago de la Nueva Extremadura– está el grupo de seres humanos con una identidad hasta ese momento ajena a este suelo, para luego volverse parte de él mediante un reclamo de derecho basado en el poder.
Tendemos a asumir, a creer que el ser humano, la persona, se compone de tres partes; a saber: el espíritu, el alma, y el cuerpo. Tratemos de entender, entonces, a Santiago desde las partes componentes de sus fundadores.
Si desde el fondo de la oscuridad del cosmos, en el océano que limita con el caos insondable, pudiera emerger una acción de niveles tan enormes y significativos que podríamos atribuírsela al Numen, y ésta repercutir en la acción humana, estaríamos hablando de neuma, el espíritu.
El alma, psique, consiste de la mente –la consciencia–, la voluntad y las emociones de un individuo. Es la reflexión, pero también lo visceral con lo que se impulsan los actos.
El cuerpo, soma, es toda la estructura física y material de un ser humano. Es el medio en el mundo para lograr la concreción de la voluntad. Es lo que brinda las posibilidades de moverse en el plano de lo tangible.
Como un dispositivo de relojería, donde un engranaje cósmico se mueve hasta lograr que se mueva el último engranaje humano, se produjo un rapto en lo desconocido y algo sólo imaginario hasta el momento, es decir, un pedazo de Europa enclavado en una tierra nueva, hostil, lejana pero llena de oportunidades para hacer un mundo nuevo, comenzaba a tomar forma.
El ímpetu, la fuerza proveniente desde las entrañas del hombre, la voluntad del Conquistador, como una incendiaria sentencia sobre lo desconocido, provoca romper con el miedo. En el momento de fundar la ciudad, en el preciso instante cuando se coloca la primera piedra para no volver al pétreo vientre materno de Europa, es cuando se produce el corte del cordón umbilical. Antes de ese ‘tiempo cero’ todo era pasajero, efímero, una loca aventura en una loca geografía, una incursión inocente en parajes remotos.
Pero el espíritu y el alma no bastan cuando es en este mundo donde las batallas se libran, donde la sangre corre, donde el hierro rompe la carne y donde los muros se levantan, y es ahí donde la raza cobra vital importancia, pues ella es la expresión de lo creado que se enfrentará a la Danza Macabra, desafiando constantemente a la muerte en una lucha por la supervivencia. Las calles, los muros, el orden y la planificación, por tanto, son obra blanca, opus europeo que se remonta a Atenas, a Roma, a Londres, a París, a Génova, y a tantos otros lugares, todos contenidos en Santiago, pues una ciudad es también un holograma de la identidad, donde el todo, es decir, la identidad europea, está contenido en la parte, esta porción de cultura en medio de la naturaleza a la que llamamos Santiago desde hace 476 años.
Fundar una ciudad es levantar un nuevo hogar, es dejar atrás lo viejo y darle la bienvenida a lo nuevo. Es tomar las entrañas del gigante y leer en ellas un futuro que aún no está escrito, y valerse de las mismas vísceras para construir un mundo nuevo.
Cal, canto, cenizas, barro, sangre, pólvora y sudor, como si de una orgía alquímica se tratara, han sido precipitados en el crisol de las fundiciones de la historia, de nuestra historia amarga pero que retribuye el alma del Conquistador, recordándole que los sacrificios son los hitos que marcan el camino.