Artículo publicado originalmente como “The Fascist Dream, Part 2”, por Maurice Bardèche, en Counter-Currents. Traducción por A. Garrido.
Parte 2 de 3
Nota del Editor:
“El Sueño Fascista” es la tercera parte y final de Qu’est-ce que le fascisme? (¿Qué es el Fascismo?) De Maurice Bardèche (Paris: Les Sept Couleurs, 1961).
El Fascismo opone otra imagen del hombre a la del hombre democrático, otra concepción de la libertad a la de la jactanciosa libertad democrática.
La democracia no pone límites a la libertad más allá de prohibir dañar a otros. Los demócratas son rápidos en descubrir que uno puede dañar al gobierno sin dañar a otros, y sus códigos están llenos de ofensas políticas. Pero nunca han admitido que sin dañar a otros individualmente, uno todavía puede dañar a la nación como un todo a través del abuso de la libertad.
El Fascismo se opone a este anárquico concepto de libertad con una concepción social de la libertad. Éste no permite lo que daña a la nación. Permite todo lo demás. Es erróneo creer que está en el espíritu del fascismo limitar la libertad individual o la libertad de pensamiento. Nada tiene cambios en la vida cotidiana de un país cuando éste se vuelve fascista: al contrario del famoso dicho, cuando alguien toca el timbre a las siete en punto, debe ser el lechero.
Pero el fascismo no permite a alguien labrar imperios capturando las mentes de los tontos. El público no es un estanque donde puedes pescar todo el año y donde piratas bien equipados tienen el derecho a arrastrar fortunas con sus redes. Cualquiera puede pensar lo que quiera y decirlo. Pero la desviación de la voluntad del pueblo debe ser castigada en un país bien regulado, igual como al ladrón de electricidad. No es razonable que la ley proteja a los conejos pero no a nuestras mentes.
La anárquica libertad de la democracia no sólo permite la desviación de la voluntad popular y su explotación por intereses privados, ésta tiene consecuencias aún más graves. Abre la vida en todos lados a cada inundación, a cada miasma, a cada viento sucio, sin barreras, hasta la decadencia, explotación, y sobre todo mediocridad.
Nos hace vivir en una estepa que cualquiera puede invadir. Hay una palabra para el orden puramente negativo: la defensa de la libertad. Pero esta libertad es como una droga que pruebas una vez, es un crisma que se recibe, y entonces el hombre es abandonado indefenso en la estepa. Los monstruos pueden hacer sus nidos en esta estepa: ratas, sapos, serpientes lo convierten en una alcantarilla. Estos enjambres tienen derecho a crecer, como ortigas y maleza.
La libertad permite todo. Toda la suciedad de la que otros se quieren deshacer tiene el derecho absoluto de establecerse en la estepa, de hablar, de recurrir a la ley, y también de mezclar nuestra sangre con sueños negroides, bocanadas de brujería, pesadillas caníbales – flores monstruosas alfombrando insondablemente cerebros extranjeros. El surgimiento de una raza mestiza en una nación es el verdadero genocidio moderno, y las democracias modernas lo promueven sistemáticamente.
En cuanto a la mediocridad, surge como un insidioso veneno en aquellos pueblos que han recibido educación pero no metas e ideales. Es la lepra espiritual de nuestro tiempo. Nadie cree nada; todos temen ser embaucados. El Estado democrático a nadie le da una misión. No da más que una voz vacía, una libertad sin contenido, sin rostro, que malgastamos en placeres sórdidos. Todos están encadenados por su propio egoísmo. Todos están disgustados al ver su propia imagen, y la de su lamentable felicidad, en su vecino. Y odian estos espejos de su miseria.
¿Puede el fascismo ser una fe? Ésa es una palabra grande. Nuestras religiones están muriendo; no tienen sangre; el hombre espera nuevos dioses. Ninguna imagen de la ciudad puede reemplazar a los dioses. Pero el destino de los hombres puede aún ser una razón para vivir. Si nuestras vidas están condenadas a la noche, la alegría de construir, la alegría de la devoción, la alegría del amor, y también el sentimiento de haber cumplido fielmente nuestros deberes humanos siguen siendo un ancla a la que podemos aferrarnos. Estas vías que hemos trazado para nosotros mismos han salvado a los hombres de nuestro tiempo que no se resignan a la mediocridad y el asco.
El sueño fascista ve estas rutas a la alegría como abiertas para todos los hombres. No hay verdadero fascismo sin una idea que muestre todas las posibilidades de una gran obra. Y el verdadero fascismo es precisamente involucrar a toda la nación en esta obra, movilizar a la totalidad de ella, para hacer de cada trabajador un pionero y soldado de esta tarea y así darle el orgullo de haber peleado en su fila. El espíritu del fascismo consiste sobre todo en dotar a cada uno con la grandeza de la tarea cumplida por todos y así darle una alegría interior, un compromiso profundo, una meta vital que iluminará y transformará sus vidas.
Es falso pensar que esta idea debe ser expresada por una política de conquista. Ésa es la forma fácil y vulgar de grandes empresas que ya no pertenecen a nuestro tiempo. La creación de infraestructura nacional, la realización de un orden social justo y un pueblo saludable, la transformación de nuestras vidas de acuerdo al mundo moderno, la propagación de nuestra influencia y ejemplo son hermosas y difíciles tareas a las que cada uno puede contribuir a su propia manera.
Cuando todo es una aventura, esto comunica el espíritu de la aventura. Transformar Corrèze puede ser tan emocionante como organizar un servicio de correo aéreo, pero es necesario inyectar la idea de que esto es una empresa emocionante. El fascismo reconoce esta irremplazable mística del logro. Es un signo de degeneración cuando la adoración a un hombre sustituye la tarea a ser cumplida y cuando la nación se nutre con nada más que palabras, autoridad sin programa, retratos disfrazados de principios: es nada más que un burro con un policía siguiéndolo detrás.
Así el fascismo conduce a una moralidad social diferente que la democracia, y busca desarrollar un tipo humano que las democracias ignoran o combaten.
Los demócratas creen en la bondad natural del hombre, en el progreso como el curso de la historia. Piensan que todas las partes de la personalidad merecen igual desarrollo. Para ellos, el Estado no hace morales a los hombres, solamente les enseña a leer; la educación es una panacea que puede obrar milagros. La democracia no interviene para establecer su propia imagen del hombre. Su fino ideal en ningún lado existe. Uno no puede siquiera decir que los hombres a cargo eligen temas acordes a su agenda, como líderes de seminarios. La democracia está sólo interesada en los diplomas. La democracia distribuye premios por excelencia. Ella sitúa a sus mejores alumnos en el Panteón. Pero en 100 años, no ha producido a un solo héroe.
Los fascistas no creen en la bondad natural del hombre; no creen que el progreso sea la irreversible dirección de la historia. Ellos tienen esta ambiciosa idea de que el hombre tiene el poder para crear, por lo menos en parte, su propio destino. Ellos creen que las revoluciones de la historia, por supuesto, tienen causas y preparaciones de todos los tipos, pero que están finalmente determinadas y dirigidas por la energía de un hombre o de un grupo, sin la cual estas revoluciones ni siquiera habrían ocurrido. Así consideran las victorias y derrotas como el resultado de una mezcla de causas remotas, las oportunidades del momento, y la tenaz voluntad de los hombres, que no puede ser equiparada, y no abandonan la esperanza de que el hombre pueda, mediante la fuerza de la prudencia y la energía, resistir a los eventos. En particular, creen que el rumbo responsable es desarrollar a su pueblo las cualidades que les permitirían sobrevivir y no ceder ante la adversidad.