Publicado originalmente en Eléments, n° 34, Abril-Mayo 1980.
“Esta Europa que, en una incalculable ceguera, se encuentra siempre a punto de apuñalarse, yace aprisionada bajo las dos tenazas de Rusia y América. Rusia y América son, desde el punto de vista metafísico, la misma cosa: el mismo frenesí en la organización desarraigada del hombre normal. Cuando hasta la última pequeña esquina del globo terráqueo se hace explotable económicamente y en el tiempo que prosigue ha desaparecido el ser-allí de todos los pueblos, entonces las preguntas: ¿”Con qué objetivo?” ¿A dónde vamos? y ¿Qué sigue a continuación?”» estarán siempre presentes y, en la forma de un espectro, cruzaran toda esta superchería.”
Martin Heidegger, Introducción a la Metafísica
En las campiñas francesas, la gigue ni la sardana ya no se danzan más en las fiestas. El jukebox y el flipper han colonizado los últimos refugios de la cultura popular. En un instituto alemán, un joven de dieciocho años acaba de morir de sobredosis, acurrucado al fondo de un cuarto de baño. En el suburbio de Lille, treinta malienses viven apiñados en una bodega. En Bangkok o en Honolulu, podéis comprar, por cinco dólares, una niña de quince años. “Y no es prostitución porque toda la población lo practica,” dice un folleto turístico norteamericano. En un barrio de México, una firma norteamericana de producción de tablas de surf ha echado a un centenar de obreros. Houston estima que es mas rentable instalarse en Bogotá…
Tal es la cara odiosa de la civilización, que con una lógica implacable, se impone en todos los continentes, arrastra las culturas a un mismo modo de vida planetario y engulle las contestaciones socio-políticas de los pueblos que son sometidos a las mismos hábitos. ¿Que sentido tiene gritar Yankees go home cuando se llevan vaqueros? Para Konrad Lorenz, esta civilización encontró algo peor que el control o la opresión: inventó la “domesticación fisiológica”. Y en forma más eficaz que el marxismo soviético, realiza una experiencia social típica del fin de la historia. Con el objetivo de garantizar por todas partes el triunfo del tipo burgués, al final de una dinámica homogenizante y de un proceso de involución cultural.
Esta civilización que atrapa hoy a los pueblos de Asia, África, Europa y América Latina, debemos llamarla por su nombre: es la civilización occidental.
La civilización occidental no es la civilización europea. Ella es el fruto monstruoso de la cultura europea, de la que ha tomado su dinamismo y su espíritu de empresa, pero a la que se opone básicamente, y de las ideologías igualitarias resultantes del monoteísmo judeocristiano. Se realiza en América que, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, le dio su impulso decisivo. El componente monoteísta de la civilización occidental es claramente reconocible en su proyecto, idéntico en sustancia a aquél de la sociedad soviética: imponer una civilización universal fundada en la primacía de la economía como forma de vida y despolitizar a los pueblos en benéfico de una “gestión” tecnocrática mundial.
Conviene distinguir a la civilización occidental del sistema occidental, este último designa la potencia que permite la expansión de aquella. El sistema occidental no puede, por otro lado, describirse bajo las características de un poder homogéneo ni constituirse como tal. Se organiza en una red mundial de microdecisiones, coherente pero inorgánica, lo que le hace relativamente imperceptible y, por consiguiente, más temible. Reagrupa notablemente a los medios financieros de la OCDE, los Estados Mayores de un centenar de empresas transnacionales, un fuerte porcentaje del personal político de las naciones “occidentales”, las esferas dirigentes de las “elites” conservadoras de los países pobres, una parte de los cuadros de las instituciones internacionales, y a la mayoría de los jefes superiores de las instituciones bancarias del mundo “desarrollado”.
El sistema occidental tiene su epicentro en Estados Unidos. No es de esencia política o estática, más bien procede por la movilización de la economía. Rechaza los Estados, las fronteras y las religiones, su “teoría de la praxis” reposa menos sobre la difusión de un corpus ideológico que en una modificación radical de los comportamientos culturales, orientados hacia el modelo americano.
Pero quien piensa en “Occidente” piensa inmediatamente en el “Tercer mundo”. Se dice que fue Alfred Sauvy quien creó ese término, poco después la conferencia de los países no-alineados en Bandoeng, en 1955. ¿Pero, el Tercer mundo existe?
El leninismo soviético en realidad conoció el concepto de Tercer Mundo antes que el término existiese. En el Imperialismo, última etapa del capitalismo (1916), Lenin funda la doctrina que inspirara la política exterior de la Unión Soviética: utilizar a los países pobres como arma contra el capitalismo mundial, haciéndoles objetos de la historia de la revolución. Idéntica en eso al liberalismo occidental, la ideología leninista subordina la independencia de los pueblos a su proyecto universalista. El leninismo, que es un occidentalismo en el fondo, no reconoce las alteridades nacionales y solo concibe el nacionalismo de los pueblos extraeuropeos como un instrumento provisional al servicio del mismo proyecto que aquel del occidentalismo: una civilización mundial homogénea y fundada en la economía.
El mismo Karl Marx anuncia ese parentesco que existe entre el leninismo y el liberalismo occidental. En The British Rule in India y en The Future Results of British Rule in India (1853), celebra que “la dominación británica haya demolido completamente el marco de la sociedad india” y que “esta parte del mundo, que hasta entonces seguía siendo inferior, en adelante haya sido anexada por mundo occidental”. ¿Y qué peor obstáculo para el “socialismo” que las sociedades tradicionales? ¿Georges Marchais no dijo que el ejército soviético había invadido Afganistán para suprimir el derecho de pernada?
¿El Tercer mundo englobaría entonces a todos los pueblos que, renunciando a su identidad cultural propia, serían candidatos a la occidentalización, como los proletarios al aburguesamiento? ¿Si es preciso alimentando un resentimiento contra su modelo? La fuerza del sistema occidental, objetivamente cómplice en esto del proyecto leninista, es que el deseo de asimilación triunfa siempre sobre el resentimiento: por lo tanto, el Tercer mundo no le amenaza.
Para el venezolano Carlos Rangel, “la esencia del tercermundismo no es la pobreza ni el subdesarrollo,” sino “un descontento que no impide el disfrute de una forma de vida al estilo occidental, ni incluso la posesión de una riqueza notable” (“Pourquoi l’Occident est en train de perdre le Tiers-Monde”, en Politique internationale, primavera de 1979). Para Carlos Rangel, “pertenecen al Tercer mundo los pueblos que, aunque muy diferentes, comparten el mismo sentimiento profundo de alienación y antagonismo hacia los países no comunistas que progresan, y que se encuentran con relación a estos últimos en una posición similar a la de poblaciones de color en una sociedad donde el poder esta en manos de los blancos.”
Esos pueblos, dice Carlos Rangel, no se sienten “miembros fundadores del club que se llama civilización occidental.” Incluso Japón o España, y al límite Francia, “nunca se integrarán en la sociedad capitalista occidental como Nueva Zelanda que pertenece culturalmente a la fuente donde el capitalismo dibujó su impulso”, es decir “la hegemonía anglosajona instaurada por Inglaterra y luego por Estados Unidos.” Carlos Rangel añade: “inexorablemente, la dificultad para identificarse con la fuente original de las ideas y con la sede actual del poder es causa de ansiedad y descontento nacional”.
La pertenencia al Tercer Mundo o a la civilización occidental deviene, pues, en un hecho cultural.
Es el planeta entero quien viene a experimentar un complejo de identidad. Como la igualdad siempre proclamada y jamás alcanzada, el modelo occidental oculta una lógica de alienación. La civilización occidental se presenta explícitamente como un conjunto puramente económico donde el principal criterio de pertenencia seria el nivel de vida, sin embargo, esta civilización implícitamente se da una estructura jerárquica de dos niveles culturales: los miembros del “club” y los “otros”, que no serian mas que semi-occidentales y que nunca entrarían al “club.” ¿Porque? Porque no pertenecen al mundo anglo-americano, que se piensa a si mismo como el epicentro de Occidente.
Por eso, la civilización occidental, a causa de su dominante angloamericano, rechaza toda identificación con la cultura europea, notablemente por los componentes latinos, germánicos, célticos o eslavos de esta última. Pero esta dicotomía implica una realidad profunda: en la medida en que la civilización occidental expresa plenamente el proyecto norteamericano y en tanto que América se ha construido sobre un rechazo de Europa, la esencia de la civilización occidental, es la ruptura con la cultura europea, de la que se venga reduciéndola al etnocidio cultural y a la neutralización política.
El neocolonialismo occidental, que se manifiesta en todos los partidos del mundo, de Irlanda a Indonesia, se basa esencialmente en la ideología liberal americana, aquella que es impuesta por las organizaciones internacionales. No terminaríamos de enumerar los pueblos cuyas formas propias de gobierno fueron destruidas en beneficio de una “democracia” destinada a integrar esos pueblos al orden económico occidental y mercantil. El neocolonialismo ha instaurado la peor de las dependencias y ha asesinado la primera de las libertades, que consiste, para un pueblo, en gobernarse según su propia concepción del mundo. Y son las burguesías locales, formadas por Occidente, que se hacen instrumento de esa desposesión político-cultural (1).
Es sobre la idea misma del desarrollo económico del Tercer Mundo que debemos poner nuestra sospecha. En efecto, este concepto presupone que los pueblos del Tercer mundo deben necesariamente seguir el camino de la industrialización occidental. Ahora bien, eso coincide singularmente con el deseo liberal de la división internacional del trabajo y de la especialización económica de las zonas, indispensable para el capitalismo moderno de libre comercio planetario. ¿Y que son esos camuflajes doctrinales y humanitarios (el “derecho al desarrollo”) que predican la industrialización del Tercer mundo? Los que defienden los intereses de un sistema económico para el cual un comercio industrial mundial en crecimiento es tan necesario como el agua de mar tibia lo es para los bancos de caballas (2).
En sucesivas ocasiones, François Perroux puso de manifiesto que el “nivel de vida global” de los países “en vías de desarrollo” era menos elevado que el que se alcanzaba en las sociedades tradicionales. Contrariamente, los países más pobres o las zonas menos industrializadas conocen un “nivel de vida” real superior a esto que las cifras de la OCDE pueden dejar creer (3). Y hasta ahora, los Estados Unidos fueron los únicos verdaderos beneficiarios de la industrialización de Asia, África o América del Sur.
Pero es necesario no engañarse, la industrialización del planeta es irreversible. La parte del consumo de Asia o de América Latina no deja de crecer. Mas bien, es la forma de esa industrialización, librecambista y sumisa al modelo de desarrollo occidental, la que es criticada aquí. En la medida en que todas las estructuras industriales se parecen, los modos de consumo se uniformizan y se americanizan. Además si esta forma de industrialización es un factor de “desarrollo” para ciertos países, ella es la causa de graves desequilibrios y de subdesarrollo para numerosos otros países: “las cuatro quintas partes de las exportaciones industriales de los nuevos países, escribe Jean Jean Lemperière, provienen de unos pocos nuevos países: los cuatro países talleres del Extremo Oriente, la India, los tres grandes países de América Latina e Israel” (Le Monde, 22 de enero de 1980)
Por último, una economía industrial mundializada será de una extrema fragilidad ante las crisis por la red de dependencias que teje entre las naciones.
En respuesta, las ideologías “etnonacionales” pueden perfectamente ayudar a algunos pueblos a liberarse del neocolonialismo occidental. Esas ideologías aparecieron en Europa al inicio del siglo XIV (4) y ya se oponían un universalismo temible, el del poder eclesiástico. Apelaban a la constitución de un Estado laico que coincidiese con la nación y se referían al mito movilizador del antiguo imperium romano. Reanudadas por Fichte y Herder en el siglo XVIII, las ideas etnonacionales dieron una contestación radical frente las ideologías universalistas e individualistas, y desempeñaron un papel importante en los movimientos de liberación nacional, en los siglos XIX y XX.
En México, país duramente golpeado por los Estados Unidos, asistimos a la edificación, tanto por el Estado como por el pueblo, de un nacionalismo original, fundado sobre la regeneración de una consciencia histórica que encuentra sus fundamentos específicos en las culturas indígenas. Un nuevo pueblo se crea así, liberado de la historia “occidental” y que piensa su destino a partir de una recreación de su pasado. Hermosa lección para nosotros, Europeos, que más allá de ese “occidente cristiano” en el cual no podemos ya reconocernos, debemos también reconsiderar nuestro destino encontrando los fundamentos específicos de nuestra cultura, construyendo un mito indoeuropeo.
En África, la adaptación de la ideología etnonacional es también exitosa, pero bajo una forma menos política e histórica que tribal y comunitaria: “El valor de la cultura africana no esta ligado a ciertos fantasmas o a complejos rechazados frente a los cánones de la belleza griega, dice, no sin malicia, el cineasta senegalés Sembène Ousmane” (Jeune Afrique, 19 de Septiembre de 1979). La búsqueda de la autenticidad, la elección de los patronímicos y el retorno a las costumbres patriarcales tradicionales combatidas por el cristianismo y las Naciones Unidas, no pueden sino hacer sonreír a los imbéciles y a los cabrones.
En cuanto al nacionalismo islámico, constituye la más feliz contestación jamás infligida a la utopía civilizadora del modelo americano. Pone en entredicho la idea occidental del crecimiento comercial y de la primacía del desarrollo económico, rechazando al mismo tiempo al marxismo, precisamente considerado como factor de deculturación y, circunstancialmente, como instrumento del neocolonialismo soviético.
Es también gracias al despertar de una conciencia nacional que China pudo reducir el efecto masificador del marxismo, y operar así un sincretismo probablemente positivo entre las ideas venidas del Oeste y la continuación de su destino de pueblo-continente. Ella adapto sus estructuras ancestrales de gobierno y constituir, “contando con sus propias fuerzas”, una potencia histórica independiente del magma occidental como del bloque soviético. No sin buenas razones China experimenta la necesidad no ya de llevar solamente el papel de protagonista de la historia, sino de enfrentar a los dos universalismos, el Occidente americano y el “sovietismo” ruso. En este juego a tres dónde no puede aliarse sino a su contrario – ayer la Unión Soviética, hoy los Estados Unidos – tiene necesidad de que vean en ella una protagonista- socia. Esta es la razón por la que, hace un llamado a Europa, incitándola a salir de su letargo, a volver a entrar en la historia, a reconquistar su libertad.
Como China se ha liberado del “sovietismo”, Europa debe, en efecto, liberarse de Occidente y reapropiarse las ideas etnonacionales que ella creó.
Liberarse de la civilización occidental, es comenzar por dudar de la idea de solidaridad del bloque occidental impuesta al África como a Europa o Japón. Ya que es necesario distinguir bien, en geopolítica, las solidaridades efectivas y las solidaridades reales, es decir, a la vez deseables y conformes a los intereses históricos de los pueblos en cuestión. Occidente y el bloque soviético solo constituyen conjuntos de solidaridad efectiva. Polonia o Alemania Federal, como Chile o Afganistán, no se insertan en conjuntos de solidaridad real.
Ahora bien, la izquierda “tercermundista” y la derecha “occidentalista” actuales refuerzan, por los conceptos instituidos por su vocabulario ideológico, este status quo mundial de bloques de solidaridad efectiva. Una nueva geopolítica debe comenzar partiendo de nuevas definiciones.
Occidente o el Tercer Mundo deben desaparecer como conceptos geopolíticos. Debemos hablar, más bien, de Europa, Estados Unidos, Hispanoamérica, de la Unión Soviética o de la India. Repensar el mundo en términos de conjuntos orgánicos de solidaridad real: de comunidades de destino continentales, de grupos de pueblos coherentes y “óptimamente” homogéneos por sus tradiciones, geografía y componentes etnoculturales.
“La nación,” escribe François Perroux, “realidad viva y dinámica, deviene en una de las fuentes de energía esencial para reestructurar la sociedad mundial y su economía (…) Los rurales se coagulan en naciones armadas, en imperios, en comunidades vacilantes e intentan económicamente formar regiones de naciones (Bertrand Russell). Esas reuniones no son ni totalmente cerradas, lo que es imposible, ni totalmente acogedoras (…). En esas asociaciones de naciones, serán necesarios proyectos colectivos de infraestructura, inversión, difusión de los productos y las rentas. Es en la medida en que las naciones, testigos y defensores de los pueblos, favorecerán esta desconcentración de los poderes económicos y esta descentralización de sus efectos, que se creara una reciprocidad particular en el desarrollo que no se construye espontáneamente por el juego de los intereses privados” (Le Monde de l’économie, 9 de octubre de 1979).
Esas asociaciones de naciones son posibles geopolíticamente, y romperían el marco estratégico económico actual. Cada gran región planetaria podría así ver coincidir en su espacio de vida un relativo parentesco cultural, una comunidad de intereses políticos, una determinada homogeneidad étnica e histórica, y factores macroeconómicos que harían posibles a largo plazo un desarrollo autónomo sin hacer recurso a la mendicidad internacional (5). Un nuevo nomos de la tierra, para retomar la expresión de Carl Schmitt, podría así ver la luz, fundado sobre una sociedad de comunidades y no sobre una pseudo-comunidad de sociedades.
Se dirá erróneamente, que las culturas no podrán comunicarse más entre ellas. Realmente ocurre lo contrario. Al comunicarse entre ellas por medio del referente común que es la civilización occidental, las culturas establecen, en realidad, una pseudo-comunicación. Este referente común enajena, en efecto, la personalidad del que lo utiliza. El significando (la lengua cultural occidental) substituye al significado (la cultura local que intenta explicarse por medio de la lengua occidental). Resumidamente, los pueblos se conocen cada vez más mal, las culturas no se comunican ya y no llegan a enriquecerse porque utilizan a un esperanto infra-cultural que pertenece a todo el mundo y a la vez a nadie.
Comulgando en los mismos términos lingüísticos, de indumentaria, alimentarios, etc., los hombres no pueden percibir más las especificidades de los otros hombres, cuando éstas existen aún. Un italiano en Tailandia que va a utilizar el inglés, descender en un hotel internacional, solo verá de los tailandeses un folclore marginado. Si viaja a África y los Africanos con quienes se codeará serán “trajes” (hombres occidentalizados), según la sabrosa expresión del jurista de Costa de Marfil Badibanga. ¿Qué conocerá del hombre africano?
Al contrario, cuando Marco Polo fue a China, la comunicación fue real y fértil a pesar de la ausencia de un referente común, y la influencia de la cultura china fue notable más tarde en Europa. Las culturas son inconmensurables, no pueden entenderse desde el interior, pero pueden influirse “sobre las franjas” y sacar provecho de los contactos, pero no de las mezclas. La idea de la interpenetración de las culturas, o la ilusión mecanicista de una suma universal “de lo mejor” de las culturas, idea defendida notablemente por Léopold Senghor, no puede sino dar lugar al empobrecimiento de todas las culturas, y al refuerzo de la lengua infracultural occidental. Lengua alienante porque no se basa en el sustrato antropológico de pueblo alguno, y por eso, no transmite ningún sentido.
Para Martin Heidegger, el término de occidental no traduce la esencia de Europa. Él prefiere emplear una palabra enigmática, lo hesperial, para calificar la esencia de la modernidad europea, o mas exactamente, su posible futuro, su virtualidad. El advenimiento del hesperial supone entonces, en Europa, la muerte de lo Occidental.
Notas:
1 – Ver los estudios realizados por el africanista Hubert Deschamp sobre la destrucción de las formas culturales de gobierno africanas por la “democracia”, notablemente los sistemas de anarquía equilibrada propios de algunos pueblos americanos.
2 – Es interesante notar que a pesar de las posiciones teóricas de los economistas marxistas, los países socialistas practicaron frente al Tercer Mundo el mismo mercantilismo económico que los países capitalistas. La práctica económica exterior del socialismo es capitalista y mercantil.
3 – Ver “La faim n’est qu’une conséquence” de Daniel Joussen (Le Monde, 29 de diciembre de 1979).
4 – En 1300, Pierre Dubon, jurista de Felipe el Hermoso, preconiza la abolición del poder papal y eclesiástico. En el siglo XIV, en Francia e Italia, los intelectuales ven a la nación estática como un marco político para los pueblos europeos y exaltan la idea del poder nacional. Estos temas serán reanudados por Petrarco y Maquiavelo, que se inspirarán también en Marsilio de Padua, teórico, a partir de 1342, del Estado laico autónomo y de la substitución por el nacionalismo político de la idea teocrática.
5 – Para algunos economistas liberales, la ayuda a los países subdesarrollados debería obviamente limitarse a una ayuda a las empresas que invierten en estos países. “Al hacer beneficiar a la industria de la ayuda al Tercer mundo, decía un alto funcionario francés, se hará finalmente beneficiar al Tercer mundo de la ayuda a la industria…”