Nuestro paganismo es sencillo, directo, natural. Un salto atávico por sobre el estado iluminista y la religión del cristianismo universal.
Consideramos que a nosotros también nos impusieron un dios, mucho antes que a los indios. Porque los venidos de Europa fueron alguna vez celtas y romanos, griegos o vikingos. Y además de una innegable raíz común, tuvieron también sus propios dioses.
Podemos pensar que los así llamados “indios” están más cerca que nosotros de sus dioses, por ser esos dioses nacidos en esta tierra. Pero es un error. Todos estamos cerca de los propios dioses según podamos reconocerlos y sentirlos. Creer que no los trajimos a través del mar es un error de apreciación. Están en la sangre durmiendo, tan vivos como siempre. Son dioses libertarios y tercos, que pueden atravesar el tiempo. Nunca reconocerán el poder que intentó encadenarlos. Por eso son dioses.
La muerte de los dioses está en nuestra mente, aún en nuestro espíritu de baja intensidad. Sólo un hombre único puede tener un dios único. Lo diverso tiende a afirmar su propia y específica espiritualidad, a través de ceremonias, ritos y su estética particular.
Si quiero a mi propia identidad ¿Qué sentido tiene imponerle mi dios a otro? ¿Qué sentido tiene pedirle al otro que asuma mi estética, mi psicología, mis formas? ¿Qué sentido tiene el proselitismo, la enseñanza de un dios? ¿Cómo se puede enseñar un dios?
Meta paganismo es un término interesante que me expresaba un amigo. Puede ser válido: algo más allá del paganismo histórico del ciclo indoeuropeo. Una renovación espiritual para un pueblo que toma consciencia de sí mismo: el pueblo criollo, la gran nación criolla continental.
Vivimos sumergidos en la propaganda. Sabemos que la historia oficial es la propaganda de los vencedores, de los dueños del poder. Alguna vez dije que el criollo era libertario para los demás y prusiano para sí mismo. Se llamaba “crestiano” por cansancio o por costumbre, pero no había ninguna iglesia; sólo suelo, sangre y naturaleza. Nadie así sujeta su espíritu a un dogma impuesto.
Así como el cristianismo tradicional no pudo arrancar del indio su atávica espiritualidad, tampoco pudo mantener el control sobre el espíritu atávico del hombre blanco.
Siento a los dioses indígenas en su espacio, los respeto y a mi modo los venero cuando estoy en el territorio de su poder, de su propia identidad. Pero mis antiguos dioses también buscan su lugar. Pasamos por el espacio sideral del agua, del cielo y del fuego. La muerte y la resurrección. No estaba con nosotros ningún estado, ningún sacerdote, sólo la muerte acechando y nuestros hijos aferrados a nuestro estoicismo. Nuestros antepasados venían también.
Nosotros tampoco queremos un dios universal, que devore la naturaleza de las cosas. Prefiero el águila, el puma y el jaguar. Prefiero volver a ser águila, que aspirar el encierro de las sacristías.
Están equivocados; más se parecía el criollo de a caballo a un guerrero visigodo o a un pretor, que a un sacerdote universal. No había biblias aquí. Nunca vi a un gaucho atravesando la pampa con su biblia. Algo huele a podrido en la versión oficial, producto del acuerdo político entre la iglesia católica y el estado iluminista que dice combatir.
Donde nosotros estamos no llegaba la mano del imperio ni de dios. Nuestra anárquica rebeldía se volvía estoicismo a la hora de aguantar. Sólo los dioses de la sangre estaban con nosotros. Sin historia lineal, sin otra teología que las leyes del universo naturalmente expresadas a través de la acción, de la estética y del rito.
Los dioses del desierto y sus genealogías nos son lejanos. No pudimos darnos el lujo de teorías teológicas. No me interesa un sincretismo político cristiano, que asume disfrazado y por conveniencia los mismos dioses que quiere destruir. No me hace falta.
La anarquía respecto del poder constituido, siempre lleva dentro la fuerza de un nuevo poder. Bendigo entonces nuestra anarquía, porque en ella está el germen de lo perdido, de lo temporariamente derrotado, de lo atávicamente propio, de lo que se creía perdido.
Donde viven nuestros dioses no llega la mano de ningún inquisidor. Sólo necesitan una gota de sangre, para llegar a un sitio y tomar posesión de él. Y ahí se quedan madurando su retorno. Los dioses se filtran por las grietas más finas. Tienen tiempo. No necesitan ninguna institución. Un día les pondremos un nombre. Por ahora no lo necesitamos.
Acaso haya una imagen alguna vez de nuestros dioses, y Zeus tenga el rostro de nuestros abuelos bajando de los barcos ¿Quién sabe? Por ahora no importa. Somos un pueblo joven. Un mito incipiente.
No es menor nuestro viaje que el de Eneas. No tiene porqué serlo. Que los indios honren a sus respetables dioses, que eleven sus espíritus, que protejan sus espacios. Somos gente de honor y de respeto. Nosotros honraremos a los propios, desbordados de amor identitario. Los antiguos aborígenes ya sabían de nosotros antes de ese error de cálculo de Colón, que dio lugar a una conquista de la que no quiero hacerme cargo. Los hidalgos también fueron víctimas del sistema. No les quedaba otra que emigrar, para que los banqueros hicieran su negocio. Por eso ya no queda nada de Castilla en la propia Castilla.
Nuestros dioses estaban desde antes. Los así llamados indios los conocían y los llamaban: Los dioses blancos. Si les molesta el color, no tengo otro. Y se ve que no se llevaban mal con ellos, de pagano a pagano quizá el diálogo fuera más fluido. Yo respeto sus dioses, su territorio y su sangre. Sólo pido respeto por lo propio. Ya estamos aquí, por una cosa u otra. Somos muchos millones. Ya no hay retorno. Los dioses nos habían precedido. Sólo una iglesia muerta y un estado antinatural podían ignorarlo.