Ni la cruz ni la espada son la raza. Ni el yelmo, ni la coraza que brilla al sol durante los desembarcos. Pero puesto a elegir elijo la espada, porque está más cerca de la sangre, porque la sangre es la raza. Lo es tanto como el hombre que la esgrime.
La manada perdida, que se desplaza como todas las manadas de hombres, es el alfa y el omega de la raza. Lo demás es la teoría. Y las teorías no sirven, cuando el mar amenaza devorarte y las playas y demás territorios son desconocidos.
Sin cruz y a veces sin espada, es solo con el propio pellejo que se descubre la soledad del que abre una brecha. Casi siempre son unos pocos hermanos en desgracia, que perderán todo a manos de los especuladores del alma y la finanza. Ellos son la raza.
Festejo hoy el día de mi raza, como podría festejarlo cualquier otro día. De hecho siempre que puedo lo festejo. Puedo imaginar el día en que pisaron América los vikingos. Puedo recordar el día de la raza, cuando la primera Buenos Aires fue arrasada. Nunca faltará ocasión. También cada uno de los días en que un barco llegaba con nuestros abuelos. Es que no me quita el sueño Colón ni los reyes católicos, con todo respeto.
Me parece bien que otros prefieran ese día recordar a su propia raza aborigen. Pero como creo que uno debe abrazar una raza por vez, yo festejo la propia. Después de todo, que cada uno haga lo que quiera. Para ser claro: festejo ser criollo: un descendiente de europeos nacido fuera de Europa. Lo demás me importa poco.
En definitiva antes se festejaba una raza incierta, luego otras razas, ahora parece que se festejan todas a la vez. Que cada uno festeje la suya me parece mucho mejor, o al menos resulta mucho más sincero.