«¿Segundo incendio? ¿Cuál fue el primero?» preguntarán ustedes. Alguna vez, en otro sitio y tiempo, escribí un artículo al que denominé «Incendio al Reichstag de la Democracia», en donde expuse sobre el aprovechamiento de la paliza a un homosexual (que luego fue vuelto icono y héroe de la lucha contra la intolerancia — aún no me entero de su heroica gesta) para catalizar los ánimos de las masas (los medios de comunicación actuaron implacables e impecables) y así promulgar —luego de un bullado parto, claro, si así son las cosas cuando es el MOVILH el que está detrás, todo es una fiesta— la Ley N°20.609, más conocida por ti, por mí, por la abuelita, por la señora de la esquina y por el caballero de los berlines como «Ley Zamudio.»
La analogía con el incendio al Reichstag es bastante clara, pero por si alguien no lo entiende muy bien, lo explicaré en pocas palabras: durante el avance virtualmente imparable del NSDAP, el Reichstag fue incendiado, se capturó a un comunista sospechoso que, objetivamente hablando, nunca se supo del todo si era culpable o no. En fin, culpable o inocente, se aprovechó esta instancia de ánimos caldeados y suma sensibilidad para proscribir al Partido Comunista.
Ayer, dos años después del primer incendio al Reichstag de la Democracia, se ha vuelto a vivir un incendio.
Si lo de hoy ayer un atentado o un autoatentado, operación de falsa bandera, conspiración o lo que sea, para mi análisis dista de ser importante.
Lo importante es la esquizofrenia. Como soy bacheletista-aliancista-juntos-podemos-masista, cito a una página del gobierno para definir la esquizofrenia:
Se denomina esquizofrenia a un conjunto de trastornos mentales caracterizados por alteraciones de la percepción, del pensamiento y de las emociones, que comprometen las funciones esenciales que dan a la persona normal, la vivencia de su individualidad, singularidad y dominio de sí misma y suelen, por tanto, alterar de forma muy importante la vida de las personas que las padecen y también la de sus familiares y amigos. Se caracteriza por la aparición de alucinaciones auditivas, distorsiones y trastornos del pensamiento y síntomas negativos de desmotivación, negación de si mismo y reducción de la emoción.
Imaginemos a nuestra sociedad como un gran ser humano. Bueno, este ser humano está enfermo. ¿De qué otra forma podría definirse a una persona con personalidades múltiples que chocan entre sí? Durante años han explotado distintos artefactos explosivos (todos ellos, bastante inocentones, demostrando poca decisión), lo que hace figurar a Chile como un país con terrorismo presente y activo. Pero eso no es todo: somos el país que aprueba a los presidentes pero no sus mandatos. Gracias al neoliberalismo, pasamos de ser un país que hace largas filas para comprar un poco de pan, para ser el país de la gente que duerme en la calle y está horas en una fila esperando comprarse el último modelo de iPhone. Somos el país de la derecha que gusta de lo marcial, pero que rasgaría vestiduras frente a un toque de queda, somos el país de la izquierda que reivindica la lucha armada en las canciones, pero que rechaza la represión violenta por parte de las fuerzas de la policía.
Cientos de bombas estallaron estos años, y la vida siguió, y la lluvia cayó, hasta que un 8 de Septiembre tuvo que estallar una bomba que sí causara daño en alguien para que las masas reaccionaran. Es esquizofrénico que una sociedad exija prácticamente linchamientos por medio de las redes sociales a todos aquéllos que no le parecen bien, pero que rechace actos de violencia de este tipo. Pedimos monedas de violencia, pero unilaterales. Pedimos que gente se arroje de un edificio, exigimos la muerte, pero cuando la muerte se acerca, la sociedad teme.
Los medios de comunicación, al tanto de absolutamente nada, corrieron presurosos a culpar a ciertos grupos antisistema, cosa curiosa, pues estamos frente a un hecho de terror que no tiene reivindicación. Raro, ¿cierto? O sea, los medios de comunicación masiva acusa a estos grupos y a su actuar… cuando hasta el momento aún no escuchamos una declaración, no leemos un panfleto ni aparece alguien que diga «yo fui».
Una de mis frases bíblicas favoritas es «silent verba, facta loquuntur«, que es nuestro idioma podría traducirse como «que las palabras callen mientras los hechos hablan«, que se utiliza cuando un acto es autoexplicativo: matar al archiduque, prenderle fuego a una iglesia, disparar contra el presidente, volar la AMIA. En estos casos, no es en absoluto necesario dejar un papel, declarar algo, porque el hecho habla por sí solo de la idea que va detrás de lo que respalda lo que se está haciendo. ¿Pero un artefacto en un basurero de un local de comida? A menos que exista una facción violentista que quiera atacar los restaurantes (todo es posible en una sociedad esquizofrénica), no podremos hablar de facta loquuntur.
«¿Quién fue?» y «¿Por qué lo hizo?» son preguntas que sospecho jamás serán respondidas, no bajo un contexto claro. Pero hay una cosa clara: cada bomba que estalla, cada arma que se dispara es útil para validar y justificar la presencia del Estado. Somos animales, si sentimos miedo, nos cobijamos. La gente tiene miedo, ¿a quién acude? Adivinaron: al Estado. ¿Qué le exige al Estado? Un mayor control para procurar seguridad. No hay necesidad de instaurar una dictadura, pues la gente pide a gritos ser reprimida. En nombre del progreso, es decir, el anti-terror, la antiviolencia, la gente entrega en parte de pago su libertad, su privacidad, empeñando su misma humanidad bajo una falsa imagen de seguridad proporcionada por su pandilla favorita.
El perro de Pavlov empezó a salivar: primero en nombre de la tolerancia, ahora en nombre de la seguridad. En nombre de la democracia y del avance, bien poco nos vale lo que entendemos como libertad, y terminamos dándoselo al mejor postor.