El pasado 14 de junio se celebraron las tan esperadas elecciones presidenciales en Irán, resultando ganador el “moderado” Hasan Rohaní. Si bien con la palabra “moderado” todo el mundo académico empezaba a auto-estimularse mentalmente yo empezaba a tener arcadas. Estas reacciones fisiológicas tienen sus razones. Irán es el enclave más importante en contra del imperialismo yankee después de Rusia, y para que decir, también el mayor opositor del Sionismo. He ahí el por que de mi temor de que Irán tomase un giro hacia el Liberalismo. Mientras tanto, la opinión pública que dice creer muchas cosas, como que EEUU es malo, se alegraba de que uno de sus mayores enemigos en los tiempos modernos adoptara de a poco el modelo económico y social del supuestamente tan odiado gigante del norte. Por suerte el miedo duró poco. Rohaní es de la misma escuela revolucionaria de Ahmadineyad y de Jomeini, por lo que debo suponer que la supuesta moderación del nuevo Presidente es una más de las movidas estratégicas para alcanzar el tan anhelado mundo multipolar.
De todas formas, pensar en tales cosas hacen que sea inevitable tratar aunque sea de forma muy superficial los acontecimientos históricos que han llevado a la Tierra de los Arios a ser lo que es hoy, y me estoy refiriendo concretamente a la Revolución Islámica de 1979.
Así las cosas, triste es el hecho de que para que podamos ser testigos de movimientos ciudadanos revolucionarios y tradicionalistas tengamos que mirar para el lado, más aún cuando se trata de sociedades que, desde un punto de vista occidental, son consideradas como atrasadas y bárbaras. Y es que si el petitorio no contiene marihuana, sexo en vivo, guitarreo y pendejas con las tetas al aire nos parece imposible que sea revolucionario en cuanto a su misma definición. Sin embargo, y afortunadamente, hay pueblos aún para los que las ideas de “desarrollo”, “progreso”, etcétera, no son equivalentes al mayor grado de desapego y desprecio a las ideas e instituciones que alguna vez los hicieron grandes y que fueron causa de la mejora en las condiciones de vida que permitieron, lamentablemente, el surgimiento de ideas que sólo tienen por objeto destruirlos.
Irán es un buen ejemplo de que las revoluciones pueden tener por objeto el mejorar el material humano de un país y no sus índices macroeconómicos basados en la cantidad de rascacielos y McDonalds existentes. En efecto, impensable es en Occidente, más avanzado, liberal y democrático, el imaginar a jóvenes desfilando en masas exigiendo el regreso de su identidad nacional, de sus tradiciones ancestrales, dispuestos a derrocar a un régimen de ser necesario.
Irán hasta hace unas pocas décadas estaba sometido a los intereses británicos y estadounidenses en la zona, manteniendo estas potencias a una monarquía títere a sus deseos. Un buen día, miles de ciudadanos indignados salieron a las calles a exigir la expulsión de sus traidores gobernantes. Las mujeres pedían a gritos que se les dejara llevar la burka por las calles; los estudiantes clamaban a gritos el retorno a una educación basada en sus valores religiosos y tradicionales, exenta de toda occidentalización; y los trabajadores, ya fuesen obreros o empleados profesionales, pedían que sus recursos naturales volvieran a sus manos.
Y sí, todo esto en un atrasado país musulmán de Oriente Próximo.