Dentro de los mundos creados por la literatura y el cine tenemos a la ciencia ficción, género que, a pesar de ser muchas veces denostado, es una gran herramienta para mostrarnos aspectos de nuestra realidad, creando alegorías de nuestra contingencia y permitirnos reflexionar sobre éstas. Para esto, la ciencia ficción se ha valido de la distopía, nacida como una alternativa negativa a la obra de Tomás Moro -«Utopía»-, en la cual nos narra una sociedad humanista y perfecta en la que conviven pacíficamente los seres humanos. En esta oportunidad, asistimos a una de las mejores películas de este género del 2013: Snowpiercer, filme dirigido por el coreano Bong Joon-ho. La trama está ubicada en un futuro no muy lejano, en la cual un fallido intento de remediar químicamente el calentamiento global nos sumerge en una nueva y terrorífica era glacial artificial, la que no da tiempo a la naturaleza ni a los humanos para refugiarse o tomar medidas.
Sólo un grupo de humanos sobrevive a esta hecatombe refugiándose en una “nueva arca” llamada Snowpiercer: un gigantesco tren que debe recorrer eternamente su camino a través de un circuito de ferrocarril a nivel mundial para no congelarse y acabar con los últimos resabios de vida humana en el planeta. Y aquí comienza la primera reflexión distópica: esta nueva arca no está llena de animales, está llena de humanos, la que rápidamente se corrompe. Fiel a la naturaleza humana, el tren no es más que un microcosmos del mundo en que vivimos: una primera clase en los vagones frontales; clase turista y los últimos en abordar, una gran masa de refugiados que furtivamente suben al tren justo antes de partir. Luego de 17 años de ese evento es donde comienza la trama retratada en la película, y también en donde comienzan los miedos al verla: asistir al trillado tópico de las distopías futuristas en que los oprimidos inician una revolución para llegar al final feliz de libertad, igualdad y fraternidad después de la lucha final con el rival del protagonista. Lo interesante de la película, es que logra evitar los rancios momentos típicos de este tipo de producciones para mostrar una nueva visión que da margen a múltiples interpretaciones.
Así, tenemos al protagonista que forma parte de los oprimidos que viven en la cola del tren, sobreviviendo en condiciones infrahumanas durante años y víctimas de los abusos de la clase privilegiada que usa a la clase turista como policía de esta nueva sociedad, a esto se le suma un historial de muchos intentos de revoluciones fallidas de este grupo de oprimidos que toma como decisión liderar un último intento de tomar la máquina del tren como muestra de su poder y negociar un acuerdo igualitario para ellos. Es aquí donde comenzamos a ver las siempre divergentes cosmovisiones de lo occidental y lo oriental. En este avanzar físico del protagonista, atestiguamos que su primaria motivación es lograr la revolución social, pero a medida que se va acercando a la máquina del tren, va transformando su visión en una reflexión del orden social y de castas como parte del destino humano y causa del “equilibrio ecológico” que ha creado nuestra especie en su evolución, transformando ese «tour de force» del protagonista en una huida hacia adelante de la condición humana tan típicamente oriental. Ojo al final de la película con la mención de un personaje clave para toda la obra; ya que de a poco va comprendiendo que un pequeño error dentro de ese microcosmos que es el tren los llevará a la extinción como especie.
Junto al protagonista, tenemos un personaje secundario de oscuras intenciones y que porta secreta y sorprendentemente la solución al dilema que el protagonista va creándose. De manera terminal a todo este problema humano, aparece un tercer actor omnipotente desde nuestro pobre punto de vista humano: la naturaleza que muestra todo su poder para terminar con los conflictos de la trama. Y esta es la real moraleja de la película: los procesos sociales y culturales humanos dependen de la naturaleza, sobre todo las cosmovisiones como la nuestra que se basan en la naturaleza como base de pensamiento, las cuales deben evolucionar junto con ella o simplemente dejar de existir; nada obtenemos con revivir aspectos del pasado, como es el ejemplo de estados espirituales o religiosos pasados, sólo logramos prolongar la agonía que causan los procesos en los que estamos inmersos y que en perspectiva no podemos controlar ni ver en qué caminos terminarán.