No acostumbro a hacer festines sobre los muertos pero, aun sabiendo que este mundo es una porquería, que la vida apesta, y que las cosas irán para peor (algo que, sinceramente, me parece maravilloso), debo confesar que con el reciente deceso de ‘Abd Allah ibn ‘Abd al-‘Aziz Al Sa‘ud, más conocido en los medios como el Rey Abdalá de Arabia Saudita, por un instante, y en mi opinión, el mundo fue un lugar mejor.
Respecto a la eternización en el trono de Arabia por parte de la familia Saud, es un asunto que no me compete pues, al final, cada pueblo decide su destino, para bien o para mal; pero la presencia de los Saud en la posición estratégica de la puerta de Oriente trasciende al espacio vital de la propia Arabia, golpeando a distintos lugares del globo.
Abdalá no sólo encarnó la personificación del abuso y el despotismo sobre un pueblo, el que debía aguantar todo el rigor de la ley (misma ley que no toca a la familia real) y costear los lujosos vicios de sus oligarcas gobernantes, sino que representó el repugnante doble estándar de las potencias atlantistas, últimos despojos de un Occidente que se cae a pedazos.
Primeramente, reconozcamos la verdad: si la familia Saud está hoy en el poder, ha sido por obra y gracia de Occidente.
Los mismos poderes que claman por democracia, por derechos humanos, por libertad y por ideas típicas del panfletarismo occidental, han callado por décadas ante el abuso ejercido por estos estados autoritarios fundamentalistas que no han dudado en empobrecer y abusar de los mismos pueblos que deberían defender, puesto que, si bien son anti-occidentales en esencia, son pro-occidentales en lealtad política. Y las potencias occidentales no sólo han callado, sino que, además, han apoyado militarmente dichos gobiernos.
Peor aún: el mismo Occidente liberal que tanto ha buscado la valoración de la mujer, la abolición de la persecución religiosa, el sano secularismo y la tolerancia a la diversidad sexual, ha cooperado con un Estado opresivo sin precedentes, mientras socava y derrumba a aquellos estados que poseen los regímenes más flexibles y justos, pues no basta sólo con ser occidentalizado, sino que debe estar alineado con las potencias atlantistas. Los ejemplos están a la vista, y la Primavera Árabe es testigo del poder de Occidente.
Occidente, que también ha declarado la guerra al terrorismo, ha callado frente al financiamiento de células radicales islámicas por parte de estos «grandes amigos» de Occidente porque, claro, mientras hayan grupos radicales, habrán excusas para las invasiones, instauración de Democracia y una buena dosis de…. el mismo fundamentalismo opresivo que se supone que combaten las potencias occidentales.
La partida del rey Abdalá, muy probablemente, no significará ningún cambio en el vetusto búffer de corrupción pro-occidental en el corazón de Oriente Medio, pero, definitivamente, invita a la reflexión occidental de cuál es el papel que con nuestro silencio cómplice estamos jugando en la Historia, y si es que queremos seguir siendo los mayores instigadores de terrorismo en el mundo.