Para el identitarianismo, ser políticamente correcto y llevar la fiesta en paz es, al menos, dificultoso (por no decir imposible). De partida, se considera la supervivencia de la propia identidad como el bien superior, lo que conlleva necesariamente a, en algún punto de la discusión y/o desarrollo, ser etnocentristas e imparciales (lo que no es muy difícil de entender, sabiendo que casi toda discusión puede llevar a algún shit-test donde el emplazado será empujado a algún dilema para jugar la carta del racismo). Para el identitarianismo, ser políticamente correcto es aún más difícil cuando el identitarianismo en cuestión está buscando reivindicar a un grupo que se le identifica histórica y culturalmente con privilegio, opresión y hegemonía.
Mientras la izquierda y la derecha del mainstream profundizan sus diferencias en el 11 de septiembre, los anti-imperialistas y los atlantistas se regalan odio mutuamente a causa de los atentados al WTC, otro 11 de septiembre un poco más antiguo y más desconocido pero con un trasfondo más urticante se conmemora: un 11 de septiembre de 1541, siete meses después de su fundación, un grupo de indígenas –aprovechando la ausencia de Pedro de Valdivia– ataca la ciudad de Santiago, encontrando una fiera resistencia por parte de Inés de Suárez y los suyos. Como medida desesperada (e hiriendo todo tipo de sensibilidad actual y consideraciones desprendidas de la Convención de Ginebra), Inés de Suárez ordena la decapitación de los caciques que habían sido prisioneros, y posterior arrojamiento de sus cabezas ante las filas de indígenas, como una forma de disuadirlos de continuar con su ataque a la ciudad.
Probablemente, sin esta medida extrema (y asesina, por qué no), el avance de la población nativa hubiera terminado por arrasar completamente la ciudad, ultimando a los conquistadores ocupantes (la guerra es la guerra) y, con ello, reduciendo a 0 las posibilidades de colonizar el nuevo territorio en los mapas. O al menos, atrasando el avance eurodescendiente y alargando la guerra de conquista.
Para el identitarianismo criollo, puede resultar incómodo la conmemoración de este día puesto que, por una cuestión simbólica y político-cultural, terminan tarde o temprano por adscribírsele una larga lista de delitos, cargas y condenas relacionadas directa o indirectamente con el legado europeo en América (es decir, criollo). Sin embargo, es útil también mirar la vereda del frente: destrucción de estatuas de conquistadores y de personajes históricos criollos, reivindicación de la muerte de Pedro de Valdivia, discursos de apología a la destrucción del legado eurodescendiente y, en general, una reivindicación sin remordimiento de todo lo indígena, sin ningún tipo de consideración por lo políticamente correcto — incluso, es visto como algo positivo el ser disruptivos y no querer conciliación.
Exempli gratia:
¿Cuál sería, entonces, el impedimento ético para no reivindicar este Once como algo nuestro si, después de todo, todo identitarianismo –criollo y no criollo– termina cristalizándose en etnocentrismo? Etnocentrismo propio, etnocentrismo ajeno, etnocentrismo al fin y al cabo. Y siendo para el identitarianismo criollo absolutamente lógico conmemorar una fecha que fue clave en la supervivencia (en tiempos donde el derecho a la vida era sencillamente la posibilidad de matar o morir), no hay mucho de qué sentirse avergonzados.