Como varios pensamientos han venido a mi mente respecto al mismo tópico, y porque no quiero ser tan denso, separaré todo en dos artículos. – F.A.
Este domingo, luego de ver los goles de la Copa América (que era lo que me interesaba ver en televisión pues, como buen hombre masa amargado, no me importa mucho lo que ocurra en el acontecer noticioso ni tampoco veo tele – soy sincero y no me importa demasiado el mundo más allá de las 150 personas cercanas a mí), AN en Mega exhibió un poco parcial bloque respecto al femicidio (otra inexacta construcción lingüística vomitada por el progresismo, junto con, por ejemplo, la homofobia, la lesbofobia y la transfobia), y como me dio flojera levantarme a buscar el control remoto (me encontraba traduciendo) para apagar el televisor, dejé que el programa siguiera, sin poder evitar escuchar algunas cosas.
Me fue imposible no reflexionar, una vez más, la n-ésima, sobre el periodismo. El periodismo chileno destaca entre todos los periodismos por sus preguntas poco inteligentes, por un lado, y por sus preguntas capciosas, por el otro. Si se acerca algún periodista de televisión a ti, huye. Si por alguna razón cometiste el grave error de quedarte en tu sitio y permitiste que se acercara a ti, corres dos riesgos: el primero, que seas interrogado con alguna estupidez que desafía toda idea de sentido común (e.g., “¿Cómo se siente en estos momentos, luego de haber visto morir a toda su familia, incluyendo a su pequeño hijo, en el mismo día de su cumpleaños?”), el segundo, que seas preguntado obligándote a tomar una posición favorable a lo políticamente correcto para no ser considerado como un hijo de puta (no tengo ningún problema con el oficio, sólo utilizo el término como una expresión chocante de desgraciado egoísmo).
Si una periodista te pregunta “¿No le importan las mujeres que están siendo asesinadas por sus maridos?”, ¿qué puedes responder? Probablemente, muy, muy probablemente, en el fondo de tu corazón, puede que realmente no te importe, o que su importancia sea nominal, algo así como normas de buena educación, pues dudo que a alguien le parezca bien o positivo que un marido asesine a su esposa (o conviviente, o concubina – el nombre me da igual, no soy un mojigato moralista como para preocuparme si alguien hizo los votos en una iglesia), pero también dudo que a alguien realmente le quite el sueño un hecho de este tipo, de una realidad ajena y con gente ajena (que probablemente jamás conozca).
Si alguien me pregunta si me gusta que mueran adorables gatitos, por supuesto respondería que no. Pero si alguien me pregunta si me quita el sueño que en tal o cual país se sirvan gatos al almuerzo, mi respuesta sería un sincero no.
Más aún, en una sociedad individualista como la nuestra, es enormemente más difícil que algo que no te toca te importe, sencillamente porque no lo sientes como propio. Así, vemos catástrofes naturales afectando a gente, rostros de niños sucios llorando por televisión, casas destruidas con gente durmiendo a la intemperie, a lo que respondimos lanzando exclamaciones con las que manifestamos que lamentamos el hecho por el hecho (algo producto de nuestra moral), pero luego apagamos la televisión y seguimos nuestras vidas comunes y corrientes de seres comunes y corrientes.
Y es ahí donde “Ni una menos” falla: apuntando con una liberalización militante y un sentido de la justicia con aires de emancipación (un golpe al machismo, desde la comodidad de una zona segura conseguida gracias a una sociedad levantada por el machismo, pero ése es otro tema), se trata de que el lema “Ni una menos” le importe a una sociedad individualista y desprendida de todo sentido de la responsabilidad de unos con otros, y falta de la pertenencia a algo que va más allá del metro cuadrado.