Cuando me enteré de los hechos ocurridos cerca de la Plaza de la Victoria, en Valparaíso, donde un hombre disparó y mató a dos manifestantes que estaban rayando un muro o pegando alguna especie de papelógrafo (la información inicial era difusa), me apresuré a juzgar basándome en mi percepción acerca de la desmedida acción frente a una situación que, sinceramente, no ameritaba dos muertos.
Durante mi vida, he rayado muchos muros con todo tipo de mensajes. Algunos inteligentes, otros provocadores, otros bastante tontos y otros tantos definitivamente sin sentido. Todas esas veces, siempre supe (y supimos, las veces en las que lo hice junto a otras personas) que los riesgos eran ser mordido por perros, insultado, apaleado y quizás, si era muy mala la racha, ser tomado detenido. Por esa razón, el que dispararan a alguien por hacer algo parecido me parecía, por lo menos, una respuesta exagerada a algo que, en jerga informal, no era para tanto.
A raíz de lo mismo, me molestó aún más el asunto puesto que estoy a favor de la tenencia y porte de armas, y son acciones como éstas las que provocan que la sociedad en su conjunto se ponga a favor del desarme de la ciudadanía, dejando a la gente vulnerable frente a la amenaza de los delincuentes comunes (que actúan contra la sociedad), como de los delincuentes que actúan con respaldo de la sociedad (que ya sabemos quiénes son y qué son capaces de hacer).
Luego vi el video de la discusión que precedió a los disparos.
Sin liberar de la culpa al autor de los disparos, he de reconocer que comprendo la motivación detrás de su reacción. Por supuesto que la respuesta – es decir, utilizar un arma de fuego y matar a dos personas – es innegablemente desmedida, pero el reaccionar de esa manera es también una respuesta normal. Quien haya estado en alguna situación parecida, donde uno se encuentra ampliamente superado en número, siendo insultado, provocado (y, probablemente, hasta recibiendo objetos lanzados aprovechando el anonimato envalentonante que brinda la turba), podrá dar cuenta de que su racionalidad se va al carajo por un momento, hasta que ve sorteada la amenaza. Esto no es en absoluto extraño, ya que los mecanismos de defensa instintivos se activan cuando el individuo ve en riesgo su vida o la de sus cercanos, una conjugación letal donde bailan la adrenalina con la oxitocina.
La respuesta es natural, pero – dentro del contexto – es también exagerada. Se reacciona con la furia para enfrentarse a un toro embravecido cuando, en la realidad, sólo era un montón de individuos que, en lo singular y en la carencia de la protección del colectivo, es muy probable que no hubiesen actuado de forma agresiva.
Un individuo acorralado, cuya tolerancia e inteligencia emocional son puestas a prueba al ser llevadas al límite, puede reaccionar de la manera en que ocurrió hoy. Y puede valerse de un arma de fuego, de un pedazo de madera, una piedra o hasta de sus propias manos. El asunto aquí no es sobre el control de armas, es sobre el control de emociones. Hay que tenerlo presente para cuando este hecho sea sacado a colación con el propósito de desarmar aún más a la población.