“How in the hell could a man enjoy being awakened at 8:30 a.m. by an alarm clock, leap out of bed, dress, force-feed, shit, piss, brush teeth and hair, and fight traffic to get to a place where essentially you made lots of money for somebody else and were asked to be grateful for the opportunity to do so? ”
? Charles Bukowski, Factotum
El Dador de Recuerdos («The Giver»), dirigida por Phillip Noyce, es una película basada en la novela distópica escrita originalmente por Lois Lowry, del mismo nombre. Desgraciadamente, no he leído el texto original, por lo que me limitaré sólo a comentar la película.
Un futuro post-algo (no cuesta mucho imaginar que se trata de algún evento apocalíptico o bélico) da origen a una comunidad aparentemente perfecta, donde no existe la guerra, ni el dolor, ni el sufrimiento, ni ninguna de las cosas que han aquejado a la humanidad desde el amanecer de los tiempos.
La película es presentada en blanco y negro, pero a medida que avanza van apareciendo colores, lo cual tiene una razón: la comunidad, en su búqueda de un mundo mejor y más pacífico donde no exista la envidia y la codicia, ha suprimido la diferencia y con ello, las cualidades que hacen la diferencia en las cosas. Han dejado atrás el afán de poseer lo ajeno y su consecuencia -la competencia, la violencia y la guerra- a través de la creación de un mundo plano en el que no existe ningún tipo de grupo, tribu, raza ni individualidad, siendo entronizada la Igualdad y la sistematización de esta sociedad perfecta: naces, creces, la Comunidad te encomienda una labor según tus capacidades y habilidades, y luego, cuando eres viejo y después de una vida útil al servicio de la Comunidad, eres liberado.
Para los progresistas más interesados en las cuestiones semánticas, una pregunta nace: ¿cómo puede ser una distopía una sociedad basada en la igualdad y la no violencia?
En esta utopía distorsionada, no hay mayor diferencia entre la belleza y la fealdad, puesto que como impera la Igualdad, no existe la diferencia ni los matices, ni siquiera las dicotomías, sino que sólo una gran y plana totalidad llena todos los aspectos de la vida de la Comunidad, en la que tampoco hay insatisfacción ni descontento, pues todas las formalidades son estrictamente observadas y cumplidas.
Sí, la Comunidad logró un sistema perfecto, cordial, basado en las buenas relaciones y súmamente óptimo en cuanto al funcionamiento de la sociedad, pero el costo fue alto: anulando las emociones (esa oscuridad caótica primigenia que infunde imperfección) han vuelto la vida en una maquinaria, deshumanizando al ser humano. No existe el odio que conduce a la violencia a la que la Comunidad teme, pero tampoco existe el amor, pues una cosa no es sin la otra. En esta sociedad, ha suprimido «el caos del amor loco» (citando a Alejandro Jodorowsky en «El Incal»).
¿Y qué es el equilibrio sino un balance entre el caos? La Comunidad perfecta es una manifestación del desequilibrio absoluto, de la destrucción de la individualidad en nombre del «bien mayor», que en realidad es una distorsión. ¿Cómo puede existir comunidad (i.e., una unión de individuos basada en valores en común) si es que la individualidad ha sido relegada al abismo del olvido y las cosas peligrosas?
En escritos anteriores, he planteado la peligrosidad del res nullius, donde lo que es cosa de todos, se vuelve cosa de nadie. En esta distopía existe una supresión absoluta de la individualidad y una exaltación de la comunidad (o, mejor dicho, la sociedad), creando un mundo demente y deshumanizado, desequilibrado, donde lo límbico y lo neocortical son reducidos a meros recuerdos del pasado para estos Golems modernos (aunque ninguno recuerda nada, por algo existe un «Receptor de recuerdos», que es el encargado de llevar todos los recuerdos de la memoria colectiva de eras anteriores y humanas). Por otro lado, nuestro mundo, nuestro Occidente, ha degenerado en una distopía no muy distante a una deshumanización por res nullius (recordemos tan sólo «El Mundo Feliz» del que nos hablara en su momento Aldous Huxley): existe una supresión absoluta de la comunidad y una exaltación de la individualidad a través de una distorsión de la realidad, donde la aldea global es presentada como una «Comunidad Global», que de comunidad tiene poco y nada. En la distopía en la que vivimos, tampoco existe el equilibrio, y la vida se ha vuelto un festín de emociones vacías y metas que llevan al ser humano a un olvido y «superación» de su animalidad: estamos en presencia de una máquina totalitaria deshumanizante (el Liberalismo) como elemento supresor de las verdaderas libertades personales, falsificadora de la realidad.
Mirando nuestro alrededor y nuestra alienada individualidad, podemos percatarnos el «mundo feliz» no está tan distante como lo pensamos alguna vez.