Cuando hace algunos años, ante una alarma de bomba en el metro, una mujer que estaba siendo entrevistada declaró que le parecía “tremendo” e “inconcebible” el hecho porque provocaría que llegara “tarde a un compromiso” (sin darle importancia al hecho de que, en caso de que la alerta hubiera sido justificada, su vida estaba siendo salvada), comprendí que Chile, como país, merecía ser latigado, golpeado, y aporreado hasta que no volviera levantarse jamás, de la misma manera en la que se golpea a un pescado luego de quitarle el anzuelo, y la vida se les escapa por las branquias entre débiles estertores de muerte, ya que ni siquiera les queda energía para luchar por su vida.
Cuando hace algunas semanas, con motivo de un gigantesco atochamiento de tráfico debido a una huelga de trabajadores aduaneros que se estaba desarrollando durante un fin de semana, una mujer que estaba siendo entrevistada declaró que “cómo se les ocurría hacer una huelga en un fin de semana donde tanta gente salía de vacaciones”, comprendí – una vez más – definitivamente que Chile, como comunidad, no es más que una agradable e idealizada mentira poética que se cae muerta al ser contrastada con las manifestaciones individualistas y egoístas propias de una sociedad atomizada.
Las reacciones furibundas frente al paro de trabajadores del Metro de Santiago dejan en evidencia, nuevamente, la ignorancia y egoísmo en los que está sumida la ciudadanía. Frente a la justa demanda que estos trabajadores puedan presentar, los medios a utilizar deben ser los que sean verdaderamente disruptivos para hacerse escuchar por parte de los stakeholders con poder de decisión, y el método más ruidoso, en este caso, sería el paralizar el tránsito del mismo Metro. ¿Qué mejor opción?
Efectivamente, el caos que resulta de esta acción es algo inevitable, sin embargo, en esta inevitabilidad yace el poder de la acción, y con la acción, la presión sobre los organismos con injerencia. Si a los organismos con injerencia es lo que económico lo que los reúne en torno a la situación (pues eso es el Metro, un negocio), entonces la medida de presión debe ser económica, y es ahí donde la paralización del recorrido tiene impacto. Y el caos se manifiesta con la ciudadanía como un medio, pues si el servicio, es decir, el negocio, necesita de la ciudadanía, si la ciudadanía no tiene acceso al servicio, entonces la acción demuestra su utilidad, al golpear directamente a los intereses de quienes dirigen el negocio.
Pero el enojo ciudadano al ver tocados sus intereses personales demuestra la poca empatía con las causas que son ajenas al individuo, y, más aún, la poca empatía con la realidad individual del prójimo. La frase “lo lamento mucho por lo que están pasando, pero…”es un crudo indicador de que lo colectivo puede perfectamente disolverse y esfumarse ante los intereses individuales, puesto que si el individuo está en una zona segura (o algo parecido a eso), de inmediato pierde toda vinculación emocional con la masa sufriente.
Esta falta de empatía no es casual, ya que la carencia de un destino colectivo (algo propio de las sociedades multiétnicas, y aún más propio en las sociedades multiétnicas liberales) provoca que el individualismo inherente a la falta de identificación instintiva con el prójimo (en efecto, en la realidad chilena, es probable que el individuo ni siquiera sea semejante al prójimo), se acentúe aún más debido al consumismo y la comodidad neoliberal que es transversal a todos los círculos de la sociedad chilena.
¿Y el Gobierno del pueblo chileno? Amenazando con aplicar la Ley de Seguridad Interior del Estado a los responsables de la paralización, tomando una causa justa como la de los trabajadores del Metro, para reducirla a una vil acción vandálica y hasta terrorista, demostrando así que para el Democracia chilena, la única forma legal de protestar es aquélla que fomenta el abuso y el bypass. Pero lo lícito va más allá de lo legal, y la plutocracia lo sabe.
Sic semper tyrannis!