Hay gente que permanece igual a sí misma en el tiempo. Y cuando uno la ve actuar, tiene la sensación de un déjà vu. Recordamos tiempos en los que pensábamos como ellos, vemos nuestros errores, las pérdidas de tiempo, los sacrificios inútiles, las manipulaciones.
Pero lo más triste y deprimente, es que a ellos ni se les ocurre que nosotros ya hace mucho no estamos en el mismo lugar, no pensamos como ellos, no sentimos como ellos, no queremos lo mismo. Es como estar condenado a ver una y otra vez a ver una película de la que sabemos el final y va perdiendo el color, el sentido, la vitalidad, hasta convertirse en una pesadilla.
Pero a la gente no le gusta cambiar. Odia a quienes les cuestionan sus dogmas: son lo que han aprendido a amar en un matrimonio arreglado sin posibilidad de divorcio. Jamás se cuestionan que uno ha cambiado o acaso que nunca ha pensado como ellos. Presuponen tu religión, tu patriotismo, tu esquema, tu estructura mental. Cosmovisiones reducidas y recurrentes, hacer lo mismo eternamente esperando resultados distintos. Un atroz aburrimiento.
Los nuevos paradigmas, la creatividad, la búsqueda de nuevos caminos que son realmente caminos naturales olvidados, les parecen aterradores y se crispan, insultan, odian, desprecian, como si de ese modo mágicamente sus dogmas pudieran convertirse en una verdad.
Ya lo he dicho antes: mi patria no es tu patria, tu dios no es mi dios, tu pueblo no es el mío. Me producen un profundo hastío intelectual y espiritual. Mi ánimo sin embargo se renueva en el rechazo a esa turbia quietud.
Nuestros antepasados cambiaron de cielo, de dios, de actitud. Parece que casi todos sus descendientes han perdido esa bella virtud.