A nadie (no es literal, claro–es una forma de decir) le gusta la xenofobia ni el racismo. De hecho, toda manifestación de ‘racismo’ (o, mejor dicho, prejuicio racial; ya se ha discutido bastante en este espacio la diferencia de ambos términos) y xenofobia proferida en público casi siempre va acompañada de un pero: ‘no soy racista, pero…’, ‘no soy xenófobo, pero…’. Algo así como un prejuicio culposo.
Racismo y xenofobia se manifiestan normalmente como odiosidades nacidas de una diferenciación entre un nosotros y un ellos, diferenciación que difícilmente desaparecerá en algún momento. En efecto, el peligro real del globalismo y esas tendencias tan temidas hoy en día (y que sirven para jugosas conspiranoias) no es la desaparición de las identidades nacionales ni las culturas, sino el aumento del poder externo en desmedro del poder local, esto es, una pérdida progresiva de las soberanías de los estados. En efecto, ése es el gran desafío al que se enfrenta el globalismo: romper con la conflictiva naturaleza humana y disolver los conflictos intertribales en las sociedades. Hacer desaparecer el conflicto implicaría hacer desaparecer las diferencias que ocasionan dichos conflictos, y aun si eso ocurriera, nuevas diferenciaciones surgirían para crear nuevos conflictos. Ésa es la naturaleza humana.
Debido a su cercanía geográfica y realidad histórica, el norte de Chile nunca ha estado exento del fenómeno migratorio, motivo por el cual tampoco ha estado libre de una tradición de prejuicio y conflicto. Y no ha sido una tradición exclusivamente Made in Chile: cuando Iquique estaba bajo soberanía peruana, la población inmigrante chilena era mirada con desconfianza, y recibía un trato que no tendría mucho que envidiar al trato que los egipcios daban a los hicsos unos 15 siglos antes de nuestra era, que culminó con estos últimos siendo expulsados de vuelta a Canaán, su tierra de origen. El resto es historia conocida, y los chilenos que alguna vez eran discriminados y mal mirados por estar en tierra ajena, se volvieron dueños de la tierra y devolvieron la mano a sus antiguos dueños, dando origen a las Ligas Patrióticas.
Pasando más de un siglo desde la acción de las ligas patrióticas, hoy los movimientos migratorios peruanos y bolivianos están prácticamente normalizados y, más allá de uno que otro conflicto puntual, lo cierto es que se asumen como parte del cotidiano. Hoy los flujos migratorios provenientes de otros países de América se ha acrecentado, siendo la inmigración venezolana la más comentada por estos días, a raíz de su explosivo ingreso por el paso fronterizo de Colchane, localidad de la Región de Tarapacá. Para contextualizar: Colchane es una localidad fronteriza habitada por unas mil seiscientas personas mayormente pertenecientes a la etnia aymara. Su posición fronteriza con Bolivia hace a Colchane especialmente atractivo para el ingreso irregular, puesto que basta con bajarse del bus en Pisiga, Bolivia, caminar 3 kms por el altiplano en dirección a Colchane, sortear el control fronterizo yendo por otros caminos de tierra y ya: Bienvenido a Chile.
Una vez dentro de Chile, las masas migrantes buscan llegar a Iquique, lo que significa caminar unos 240 kms por la carretera, atravesando el desierto de Atacama, donde las temperaturas en el día son altas, en la noche pueden bajar de los 0°, y donde no hay agua ni comida en varias decenas de kilómetros. Los amantes del trekking y de la historia de la Guerra del Pacífico, la Guerra Civil del ’91 y la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, podrán comprender que caminar por el desierto del Norte Grande debe ser una de las rutas más duras del mundo. Así que algunos se quedan el Colchane, ya sea durmiendo en las calles haciendo campamentos, u ocupando casas que parecen deshabitadas. Por estos días, unas 1500 personas provenientes en su mayor parte desde Venezuela estuvo deambulando en Colchane, algo así como la población que ya tenía Colchane, pero venezolana y en la calle.
Desde fines del año pasado, la Región de Tarapacá ha atestiguado cómo las calles y balnearios han comenzado a poblarse de carpas, cómo buses con inmigrantes parten en distintas direcciones y cómo grupos de personas deambulan por las carreteras buscando llegar a Iquique. La población de Colchane es usualmente pacífica, evita el conflicto y trata de mantenerse ajena a conflictos que para nosotros son cotidianos, no obstante, las circunstancias los han empujado a un desagradable aspecto del ser humano que todos quieren combatir pero nadie se da el tiempo de, primeramente, aceptar que es la naturaleza humana lo que subyace al prejuicio ni, segundo, buscar formas de solución que contemplen la naturaleza existente del prejuicio: no se puede desplazar a miles de personas, llevarlos a un lugar y esperar a que la población hospedadora actúe de manera no conflictiva. No se puede evitar la naturaleza del prejuicio tratando a la gente –que saca a relucir sus prejuicios en respuesta a una situación de estrés– de ignorantes, indolentes y atrasados, menos aún cuando se desconoce la realidad del grupo humano mencionado y sus dinámicas.
No se trata de revertir la discusión al fácil ‘dales refugio en tu casa, entonces‘ porque no sólo no resuelve el problema, sino porque desvía la discusión a otro punto. Tampoco el asunto se resuelve diciendo que no sólo pasa aquí y que el alcalde de Colchane quiere hacer campaña política, como afirmó el ministro (s) de Defensa [1]. Existe un incentivo a llegar a Chile, pero también un incentivo a salir del país de origen, y mientras se mantenga la crisis ocasionada por el régimen instaurado, seguirán existiendo incentivos para huir de Venezuela, y también seguirá existiendo el prejuicio y el conflicto en las relaciones humanas entre hospedador y hospedado, con su consiguiente dosis amarga de no soy xenófobo, pero…
Notas.