A casi 70 años de la capitulación de Alemania y, con ello, 70 años de la desaparición de toda corriente política ubicada fuera del espectro tradicional (i.e., revolucionario) izquierda-derecha, podemos decir que vivimos en un mundo que es la celebración plena de la victoria aliada, y es que en cada respiración probamos bocanadas de Democracia, dormimos con almohadas de neoliberalismo y nos lavamos los dientes con modernismo.
El Reich que se suponía debería durar mil años, sólo pudo mantenerse por algunos años. La verdad sea dicha: no era posible para las ideas del Eje sobrevivir en el mundo moderno, o quizás desde antes de que surgiese estuvo condenado a ser un recuerdo del pasado. Yukio Mishima, Ezra Pound, y otros, por dar algunos ejemplos, murieron anhelando un cambio no sólo en la manera de gobernar, sino de ver el mundo, y si bien su legado no será justamente valorado por sus filiaciones, lo cierto es que tampoco digamos que un reconocimiento a sus obras es algo del todo necesario más que para unos pocos, ya que sus obras no son para este mundo. O quizás sí, pero siendo anclas clavada en un pasado remoto para recordarnos que no es ésta la única vía que puede existir.
Bastante poco vale la pena buscar los culpables de la caída de una teoría política distinta a las imperantes, pero sí demanda una fuerte reflexión en cuanto a la viabilidad de las nuevas apostasías en el día de hoy. Alguna vez, el marxismo se instauró como una nueva idea cuyos esfuerzos estaban destinados a la consecución del poder; hoy, podemos observar que las estrategias han cambiado, y su forma de ver el mundo (no tanto en su aplicación, puesto que marxismo no es comunismo), continúan vigentes.
El becerro de oro que se instaló en 1789 en Francia cambió de ubicación, y hoy podemos atestiguar cómo desde Washington es manejado el destino de Occidente. Quedarse estancados en las formas del pasado invalida cualquier idea de fondo, y es algo que la tradición debe aprender del marxismo: puede que la hoz y el martillo no ondeen sobre ningún edificio, pero sus ideales siguen ondeando a través de las instituciones que nos rigen. Y eso es mucho más trascendente que cualquier edificio de ladrillos.