La personalidad, es la base de nuestra historia política, y aún de nuestra cultura. A partir de ella, se construye lo orgánico, lo comunitario. Pater, Rex, Dux, César, Condottieri, Hidalgo, Gran Maestre, Senescal: tal es la semántica que a través de los siglos define la personalidad del hombre occidental y marca el ir hacia adelante de Occidente.
No ha habido pueblo que llevara más alto la personalidad del hombre responsable ante la historia. La elevación del hombre como persona, a través del honor, de la lealtad, de la inteligencia, del fuego sagrado otorgado a un ser que supera la medianía, y ejerce y representa mediante un rol que lo transforma, constituyendo la consumación del destino individual dentro de la propia comunidad.
El jefe es en esta cosmovisión, a la vez jefe y subordinado. Es jefe de sus huestes, y subordinado hacia lo alto, porque mientras hubo conciencia de lo sagrado, la personalidad estuvo siempre subordinada hacia lo alto, como ineludible requisito de su existencia.
La personalidad, se define necesariamente, en relación con los demás hombres. Por eso es tan hermosa nuestra historia, porque no está hecha de masas grises e impersonales, que van detrás de una tiranía o de una entelequia, sino por personalidades articuladas jerárquicamente, brillando cada una en su rol y en su lugar.
La personalidad es un puente hacia los demás hombres, para que la comunidad se organice no sólo en lo material, sino también en lo espiritual. Eso es una parte inescindible de nuestra identidad, como pueblo y como cultura.
Por eso la falta de personalidad será nuestro final. Por eso nuestros políticos tienen personalidades intercambiables, anodinas, casi inexistentes. Por eso los medios para comunicarnos son altamente nocivos para ejercer la personalidad, para valorarla jerárquicamente. La imagen es un plano sin profundidad, sin carácter, sin gestos vivos, sin voluntad, sin liderazgo. Y lo que ella capta es también un plano sin alma ni voluntad. Entonces todos somos líderes, escritores, lo que sea, porque la relación con el mundo y con los demás es tan plana que cualquiera puede ser cualquier cosa, y relacionarse con el otro, sin más compromiso que apagar su ordenador o no contestar más un mail.
Por eso me pregunto: ¿con cuántas de las personas con las que nos comunicamos podríamos operar juntos, sobre un aspecto concreto de la realidad? ¿Cuántas de esas personas, tendrían la actitud que usted supone que tienen, si tuvieran que salir de la realidad plana en que viven, y pasar a la realidad real? ¿Y cuántos de ellos nos parecerían unos perfectos estúpidos si se nos presentaran en carne y hueso ante nosotros?
Pude comprenderse que ya no seamos Pericles, ni Alejandro, ni Augusto, ni César, ni Leónidas, ni Carlos V, ni Cortés; puede comprenderse nuestro declive lamentable, pero también debe comprenderse que no hay vuelta atrás si perdemos el patrimonio de nuestra personalidad y la relación orgánica que ella produce en nuestra historia. Y no me refiero, claro, a golpear la mesa, o subirse a gritar arriba de un escenario, o sacar pecho y poner cara de malo, como hacen algunos que se creen grandes personalidades… y son sólo desagradables fogoneros de la muerte de la personalidad.
Para amasijo de carne, para amorfa marabunta de violencia, son mejores los otros, los que no vienen de nuestra tradición, de nuestro antiguo sentido del orden. Los otros son mejores, y eso ocurre, entre otras cosas, porque usted, como yo, está frente a su máquina sin conservar ni siquiera un mínimo y elemental sentido de autodefensa de su personalidad, y porque toda su importancia dejará de ser cuando apague la pantalla y salga a la calle.
Toda la información que cada día recibimos no será nada si no la utilizamos en la construcción orgánica, en la elaboración dinámica de algo fuerte y personal que salga de nuestras voluntades hacia la vida real. De lo contrario, recemos para que una banda de delincuentes no tome el tren en el que viajamos, o no explote en él una bomba, porque entonces no habrá un Carlos Martel, ni un Carlomagno, ni siquiera un capitán Alatriste que nos defienda. Entonces la pantalla de su ordenador estará irremediablemente lejos, oscura y vacía.
Y “ese algo” que hay que construir requiere, primero, la reconstrucción de nuestra personalidad, porque cuando Cortés quemó las naves no había junto a él un Imperio, sino un puñado de hombres, con su propia e inmensa personalidad. Y si me pregunta por algo más concreto, no le diré nada que le guste, porque de aquellos hombres de Cortés varios cayeron.