El conflicto: la base del orden del mundo. La filosofía presocratica, básicamente organizada en torno a la aceptación de la vida, de sus leyes, y más generalmente en torno a la idea de armonía con la naturaleza y el cosmos, consideraba el conflicto como principio creativo y lo constituía como polo de toda una concepción-del-mundo. Así hicieron también todas las civilizaciones paganas, en primer lugar la de la India: allí, como lo mostraron Jean Varenne, Alain Daniélou y Louis Dumont, el concepto de conflicto impregna la filosofía de la vida.
Tales intuiciones son corroboradas con resplandor por el conjunto de las ciencias contemporáneas: la astrofísica explica el mundo por el concepto de «lucha energética», la biología se organiza en torno a la confrontación selectiva entre los organismos, la etología y la genética hacen hincapié en la agresividad inter -e intraespecífica como elemento capital de la filogenesis, la sociología ve en el conflicto uno de los motores de la organización social, la polemología reconoce a la guerra un estatuto fundamental en la dinámica de las civilizaciones.
Ahora bien, la gran característica de la concepción cristiana del mundo es la negación del conflicto y como lo vio Nietzsche, la negación de la vida en general y su calificación de participante perverso y provisional frente a la «verdadera» esencia del hombre. En la medida en que la civilización occidental, en tanto que secularización del cristianismo, desea en su proyecto global evitar el conflicto en todas sus formas, se puede decir que combate uno de los primeros principios de toda vida. Fin de las guerras, fin de la lucha de clases (el marxismo solo concibe la suya como la «última» antes de la implantacion de la sociedad sin clases), fin de las tensiones sociales y selecciones: el proyecto occidental parece mortífero. Organizar la pacificación general de la humanidad, o solo reconocer como única forma legítima del conflicto la competencia comercial del liberalismo es, por otra parte, predicar para las sociedades humanas una «supranaturaleza» de carácter antivital, es querer construir un hombre «prometeico» que escaparía a la ley biológica y «cósmica» del conflicto, es pues negar la humanidad del hombre.
Y de hecho, en nuestra sociedad, el concepto de conflicto tiene mala prensa. Evoca, además de los tormentos de la guerra, las crisis sociales, huelgas, discusiones domésticas, manifestaciones, resumidamente la «violencia», esa realidad odiada por nuestros contemporáneos. El conflicto cristaliza todos los rechazos del tiempo presente hacia todo lo que perturba un ideal social de armonía feliz.
Una observación incluso superficial de las sociedades occidentales actuales nos dice que están dominadas por una ideología de la seguridad. Ésta ocupa un gran lugar en las preocupaciones del Estado benefactor; que ha abandonando sus prerrogativas coercitivas, su autoridad política y soberana directa, sus métodos tradicionales de «soberanía», el Estado moderno dirige a la sociedad, como lo vieron Max Weber, Jürgen Habermas o Michel Maffelosi, por medio de tecnoestructuras policéntricas y al parecer no directivas que proceden de la racionalización de lo social. Esta tendencia está obviamente vinculada al proyecto global de homogeneización e individualización de las sociedades.
Ahora bien, en este proceso, la seguridad desempeña un gran papel, a la vez ideológico y práctico. La tecnoestructura oficial, no solamente ya no es vista como autoritaria y represiva, sino que funda su legitimidad sobre la protección; es ella que ordena y globaliza las peticiones sociales estructurándolas a su cuenta, como lo vio Lucien Sfez; es ella que programa las redes de protección económica y sociales, pero sobre todo es ella que produce una muy potente normativa de la seguridad en la sociedad; esta normativa está tan presente que no percibimos a menudo ya su extraordinario autoritarismo. Percibimos mal que una de sus funciones es recuperar en favor de las autoridades públicas una soberanía que en su ejercicio directo sería considerada antidemocrática. Códigos de carreteras, seguros obligatorios en todos los ámbitos de la vida, normativas en el trabajo o en el deporte, racionalización de la vida urbana, normas de higiene pública de carácter profiláctico: no se terminaría de mencionar todas las prohibiciones y los incentivos legales que tienen por objeto maximizar la seguridad, que sea biológica, física, etc. Una «economía» de la seguridad, a menudo muy rentable, cuyo centro está constituido por los seguros, pero en la cual es necesario incluir los Reglamentos bancarios (seguridad financiera), hace así parte integral de la economía general.
Sin embargo, esta búsqueda reglamentaria de la seguridad, tentativa de construcción de una «sociedad segura», choca con dos contradicciones. La primera afecta la seguridad pública y la criminalidad: aquí, el humanitarismo dominante intenta difícilmente coexistir con un crecimiento de las demandas de protección contra la criminalidad y con el peso cada vez más importante de las policías en las sociedades occidentales. Se asiste, de hecho, a una doble dinámica contradictoria: debilitamiento de las represiones de la criminalidad ordinaria, por la influencia creciente de la ideología de los Derechos humanos, e incremento de la sensibilidad pública frente a la inseguridad física y a la protección contra el robo (concepto de importancia particular en la sociedad de consumo donde la propiedad de objetos como automóviles, equipos electrónicos, etc., se convirtió en un valor social básico). La segunda contradicción es más general: frente a la sociedad asegurada aparece el fenómeno de una subida de la agresividad individual; el comportamiento cada vez mas condenable de los automovilistas, la involución de las relaciones humanas en las empresas y las administraciones, la pequeña criminalidad urbana en desarrollo, constituyen algunos ejemplos que permiten certificarlo.
Esta contradicción se explica fácilmente: la sociedad asegurada, en efecto, es un producto de la sociedad individualizada establecida desde hace tiempo por el Estado igualitario y racionalizador, y por los teóricos del Contrato Social. Este Estado y esta sociedad individualistas, si quieren ser protectores, si centran en torno al bienestar y la seguridad total su legitimidad social, si fundan su legitimidad institucional y política sobre la garantía de la no violencia («sociedad organizada»), separan al mismo tiempo al individuo de sus comunidades de pertenencia que tenían precisamente por función canalizar la agresividad individual y protegerle contra la violencia. El individuo experimenta entonces un sentimiento de inseguridad puesto que se encuentra solo ante los poderes públicos anónimos y una «sociedad» que le amenaza, que es enorme, masiva, la de las calles de la gran ciudad, la de la burocracia, el banco, los transportes públicos, del hospital, etc., de ahí viene la esquizofrenia que, como lo ha descrito Arnold Gehlen, es característica de nuestro tiempo: por un lado, una ideología social protectora donde la idea de seguridad y la no violencia se convirtió en un valor obligatorio, un leitmotiv constante; por otro, una agresividad individual y un sentimiento de inseguridad que incrementa a causa de la atomización social de una civilización con determinación antiorgánica. Es en las grandes naciones industriales, los Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania, Gran Bretaña, etc., que la mezcla de miedo y agresividad, de pacifismo social y conflictos diarios, de armonicismo y de antiarmonicismo concreto, es más aguda.
Nuestra sociedad asegurada reconstituye sin embargo de manera salvaje, subrepticia, ilegítima, el conflicto y la violencia, a través de las múltiples porosidades que permanecen en la vida programada como espacio de paz social. Pero esa violencia «reconstituida» no aparece en el campo político, el cual parece definitivamente dedicado al espectáculo y la superficialidad, definitivamente privado de su esencia polémica y perfectamente ajustado a la exigencia de paz social y neutralización de las peleas. La recurrencia del conflicto se manifiesta por ejemplo en los holocaustos automovilísticos de fin de semana o en el retorno de una violencia urbana ritual, la de las bandas de adolescentes. Pero vivido de tal manera, el conflicto no se integra, pierde todo «sentido» social y se convierte obviamente en pura violencia; ya no es creativo de socialidad: el miedo manifestado ante la pequeña criminalidad urbana por los ciudadanos medios refuerza su aislamiento y no genera solidaridad. La ideología social dominante, aunque acepta de manera turbia y avergonzada estas fuerzas ilegítimas de violencia como un exutorio psicológico, intenta sin embargo darles una explicación que se organiza en torno al concepto de accidente. El conflicto, cuando aparece, se considera como accidental, como dependiente de una patología social o de una «fatalidad»: así el paradigma de una sociedad naturalmente transparente, serena, pacífica, racional, es preservado, y el hombre social conserva su calidad afirmada de ser pacífico, no agresivo. No es la agresividad lo que explica la delincuencia urbana, sino «el accidente», siempre reparable, de «desórdenes sociales» debidos al entorno, al paro, a la ausencia de asistencia social, etc.; así mismo no es la agresividad de los conductores lo que explica las numerosas muertes durante las temporadas de vacaciones, sino en primer lugar el alcohol, el mal estado de los vehículos, el incumplimiento de los Reglamentos, etc. No se trata de impugnar esta clase de explicaciones; que cubren obviamente «causas» observables o «desencadenantes» en el origen de los fenómenos en cuestión; pero hay que señalar que los hechos conflictuales se interpretan como simples consecuencias patológicas, anormales, de incidentes y de la imperfección técnica de la maquinaria social, y a este respecto, susceptibles de ser reparados, rectificados.
La sociedad industrial occidental se caracteriza pues, en su conciencia esquizofrénica, por tres características principales sobre el problema de la violencia y el conflicto: en la ideología, se les censura, ilegitimados; reaparecen en lo cotidiano bajo formas «desintegradas» en tanto que individuales; en tercer lugar, los «límites máximos de percepción» de la violencia y el conflicto se reducen: aunque más intensos que hace una veintena de años, la criminalidad pública y los ataques a la seguridad urbana son mucho menos notables que en las sociedades preindustriales, pero sin embargo no se integran psicológicamente, se perciben como insoportables. La insuperable contradicción entre una moral no conflictual y la persistencia del conflicto, y además, del conflicto individualizado, se rechaza al margen de toda instancia comunitaria, constituye la característica patológica que una psicología social podría calificar de «rechazo o negación del síntoma».
Es necesario observar de más cerca la naturaleza y el origen de este rechazo del conflicto, rechazo que da lugar, como acabamos de verlo, a la «violencia», resultado perverso de esa filosofía que pretende eliminar toda «fuerza» en las relaciones humanas. El rechazo del conflicto se manifiesta en primer lugar a través de la ideología común de la vida garantizada: en una sociedad determinista y racional, controlada por la economía, las previsiones y las estadísticas, el riesgo, es decir, el conflicto con las «cosas», es decir, la confrontación de los riesgos, se considera perverso. La figura del Jugador no domina ya desde hace tiempo nuestra civilización; el Jugador, el buscador de riesgos, que nos regresa al espíritu rechazado de Dionisio, el tentador, el Diablo que se atreve a poner en juego su seguridad y la de los otros, no es más que un «aventurero», se opone radicalmente al humanitarismo determinista de nuestro tiempo.
Hace algunas décadas, en los medios de comunicación, ecos de toda sociedad, que se han convertido en lugares de prosa o imágenes grises a pesar de la violencia cromática de las ilustraciones, la confrontación se redujo considerablemente. La sátira virulenta se hace rara y nula; la critica y el ataque no forman ya parte de las costumbres admitidas. La amonestación más pequeña es objeto de denuncias por difamación. La esfera donde se ejercen los discursos públicos quiere ser, a imagen del universo de la publicidad comercial, «agradable», «humana», etc. La desaparición de la legitimidad del conflicto en los medios de comunicación corresponde a la hegemonía de un academicismo humanitario que dicta todos los discursos. Este psiquismo traiciona un deseo de un consenso negado. El miedo a todo conflicto, el sueño de fraternalismo no corresponden por otra parte a sentimientos «comunitarios», sino a un profundo egoísmo. Se trata «efectivamente» de ser como todo el mundo, pero al mismo tiempo de preservar su hedonismo individual. Se substituyó al polo altruismo/combate, característica del psiquismo comunitario, con el polo egoísmo/universalismo pacífico. Mientras que una mentalidad agonal se realiza al mismo tiempo, generalmente, porque el verdadero altruismo hacia el prójimo es siempre poco numeroso, los pacifismos y los fraternalismos humanitarios modernos son característica de individuos profundamente «aburguesados», es decir, muy penetrados de la mentalidad del consumidor y el homo economicus calculador. La moral comercial del interés justifica por otra parte el temor al conflicto y un fraternalismo general cuyo verdadero fundamento no es ético, sino económico, es decir, en tanto se cree que el conflicto perturba el curso normal de la comodidad individual y del «bienestar» garantizados por la tecnocracia.
La democracia tecnócratica quiere ser entonces «consensual» y pretende sustituir los antagonismos ideológicos y las luchas políticas con una homogeneidad, basada no en la «persuasión» (es decir, sobre la victoria de una opinión sobre otra luego de una confrontación), sino sobre la neutralidad de la administración técnica de las cosas. La filosofía antipolémica del mundo, que observa este último como gobernado por una mecánica, sin riesgos y sin historia, se reproduce en la transparencia tecnócrata; para esta última, la sociedad debe tomar la forma de una «maquinaria eficiente»; no son ya el conflicto o el riesgo generadores de ideas, vida, innovaciones, en la perspectiva de la democracia tecnócrata, sino, muy al contrario, el orden tranquilo y programado de una inmutable naturaleza de las cosas. El orden, es por supuesto, reproducir el orden eternamente. Pensamos por nuestra parte que el orden, en ese sentido no conflictual, es un concepto quimérico. El orden no es más que una consecuencia dinámica de los desórdenes, cada uno los cuales generan un orden que pronto es destruido. La evolución biológica como la historia de las sociedades siguen tal proceso: el conflicto crea un orden; al fin de otro conflicto, un nuevo orden aparece, a su vez es desafiado de nuevo. La coherencia global del conjunto nace de equilibrios conflictuales, conflicto-cooperacion retomando la expresión aplicada a la vida económica por François Perroux. Al no hacer caso de este «principio de orden» y al descuidar la fecundidad del desorden conflictual, la democracia tecnócrata no hará cesar el conflicto (así como el igualitarismo no pondrá término a las desigualdades), sino que, al contrario se prepara a convertirse en su víctima. Para dominar el hecho conflictual, es necesario no solamente admitirlo, sino integrarlo. Los dos conceptos relacionados de la evolución y el conflicto, al contrario, son disociados por las ideologías del progreso y el desarrollo. La entropía, característica del mundo actual y su civilización mundial, es la consecuencia de ese progresismo cuyas principales finalidades es eliminar de la escena de la historia las competiciones entre los pueblos, las confrontaciones políticas y geopolíticas, las divergencias culturales. Pero aparece también una demagogia diferencialista que solo prevé las pluralidades bajo el ángulo popular de la cohabitación no competitiva, de la suma igualitaria de sectores yuxtapuestos. La pluralidad verdadera, viva, es, al contrario, un campo de oposiciones, estrategias contrarias, antagonismos.
Más allá de las causas directamente sociales, el rechazo del conflicto se explica por la base judeocristiana sobre la cual se construyeron las mentalidades y las ideologías modernas. En la perspectiva bíblica, el carácter combativo de la vida se considera como una desdicha frente a la cual la salvación (individual) promete liberarnos. La existencia pecaminosa, este valle de lágrimas que es el mundo terrenal, fue iniciado por un conflicto: el asesinato de Abel por Caín que vino a destruir la armonía pacífica de la edad de oro. La historia humana se confunde entonces con la búsqueda de la unidad de la humanidad original, condenada desde entonces a la diferencia competitiva y a la confrontación entre los pueblos, y también en el trabajo, visto como lucha contra una naturaleza que oculta sus beneficios. Los valores guerreros, de la victoria y del poder, etc., son confundidos con manifestaciones ridículas de orgullo, retos a un Dios radicalmente separado del mundo terrestre, es decir, leyes polémicas de la vida. El único conflicto legítimo es el de la guerra apocalíptica, el último combate, el conflicto destinado a exterminar al enemigo de Dios, al enemigo absoluto.
Tal estructura mental prepara los espíritus a dos tipos de sentimientos, que encontramos en toda la historia occidental. El primero, es la mala conciencia; en efecto, así invalidado, el conflicto, cualquiera que sea su naturaleza, guerra o lucha, no va a ser aceptado. Los impulsos agresivos en tanto que necesidades de defensa y seguridad van a entrar en contradicción con la moral. Paradójicamente, las fuerzas conflictuales no van inhibirse sino a percibirse como pecados, y a este respecto, se encontrarán enloquecidas, puesto que ningún orden social las integrará, ni les proporcionará normas. Y esto sucede en tanto que el conflicto no es reconocido como cruzada, guerra santa; lo que tendrá como efecto la ruptura de toda codificación moral y fomentar el fanatismo. Se lucha por la verdad y no «por juego» o «por práctica», los hombres presos de tal mentalidad practican una agresividad propulsiva; y así paradójicamente, el conflicto se vuelve «inhumano».
Es interesante constatar que nuestra civilización vivió los conflictos más fatales cuando éstos eran causados por las religiones o las ideologías universalistas, humanitarias, pacifistas, etc. Los monoteísmos del Amor absoluto o del fraternalismo dogmático han dado lugar, clásicamente, al fanatismo bélico. Cuando el enemigo es el enemigo absoluto, el no hombre, el «promotor de guerra», el último culpable a eliminar antes de alcanzar la paz universal, un esquema común por ejemplo al cristianismo y al comunismo, el conflicto se convierte en una cruzada fatal. Las guerras de religiones y los genocidios del siglo XX fueron frutos del cristianismo o las ideologías que derivan de él. Dieron lugar en la historia a más guerras y destrucciones de poblaciones que los sistemas políticos y religiosos que ignoraban el humanismo igualitario y que reconocían todo conflicto como legítimo. Como la esclavitud que duró hasta el siglo XIX en la gran democracia puritana y bíblica del otro lado del Atlántico, las guerras más ásperas de nuestro tiempo son fruto directamente de la conjunción de los monoteísmos, de visiones del mundo que proponen como finalidad la realización de un mundo de fraternidad absoluta, de Resolución definitiva de antagonismos, y que colocan a la felicidad individual en la cumbre de su escala de valores. Una mayor tolerancia se observa, al contrario, en las ideologías que colocan en la cumbre de su escala de valores al grupo y su voluntad de poder. La tolerancia y el realismo controlan en efecto sus estrategias, que algunos califican de «cinismo»; las relaciones de fuerza son menos fatales que las leyes morales. ¿Y hoy día, no sabe que solo «el equilibrio del terror», es decir, la creencia en la posibilidad del conflicto y la determinación de llevarlo, pudo, hasta ahora, preservarnos del holocausto nuclear?
Contra los tabúes filosóficos y las creencias políticas de nuestro tiempo, según la evolución científica más reciente, desde la polémologia a la etología, es mejor a nuestro modo de ver intentar integrar el conflicto en las relaciones sociales y políticas, sin acariciar la esperanza irreal de hacerlo cesar algún día.
Es necesario reconocer que el conflicto es creador de socialidad, que en el mismo se tejen los vínculos comunitarios por las reagrupaciones y las polaridades que crea. Que sea agonal, como en la rivalidad, la competencia o la pelea, o polemiza y es susceptible de llegar hasta lo que está en juego de la vida, como en la lucha política, militar o religiosa, el conflicto moviliza los sentimientos e intensifica las pertenencias. La sociología de las empresas, por no citar más que este ejemplo, mostró bien el papel regulador de los conflictos y competencias internas, e incluso su función de estímulo del trabajo cuando un equipo está en competencia o en desacuerdo con otro sobre un objetivo. El conflicto permanece positivo y de «estructuración» mientras una autoridad sepa arbitrarlo y mantenerlo bajo el límite máximo que desintegraría el vínculo social.
Es necesario recordar a este respecto toda la contribución de la etologia moderna sobre la función de la agresividad y el conflicto que constituye, en nuestra filogenesis, el principal factor de organización social. La agresividad intraespecífica, la enemistad (y la amistad que resulta como contrapartida), la oposición polémica entre grupos, etc., caracterizan el comportamiento de los primates y fundan sus vínculos sociales. Los hombres no poseen a este respecto ninguna diferencia, y nuestra herencia genética nos impulsa a entrar en conflicto con nuestros congéneres, tanto para definirnos como para actuar. Un grupo humano se define en primer lugar contra un vecino que lo amenaza, que debe amenazarlo, y tiende incluso a polemizar de manera antropomórfica los retos del entorno y los obstáculos elaborados por la naturaleza. El hombre busca las agresiones a las que debe responder con una contraagresión y organiza su amor o su amistad en función de una «defensa» de los objetos contra la enemistad o la amenaza de un tercero. La dimensión agonal (conflicto contenido) de las relaciones humanas estructura la vida interior de los grupos, mientras que su dimensión polémica (amenaza de legitimidad de la muerte) determina las pertenencias «políticas». A este respecto, la polaridad amigo- enemigo encuentra sus raíces inmediatas en la antropología y la biología etologica. La sociología del conflicto o la ciencia política nos parecen incomprensibles si no se basan en el estudio filogenético del comportamiento conflictual y sus funciones. Así como la competencia intraespecífica es el factor central de la evolución, así mismo el conflicto permanece como un comportamiento sin el cual no se puede entender ni los hechos sociales, ni de los hechos políticos, ni de la historia. Konrad Lorenz concuerda con Héraclito al reconocer que el conflicto era la materia de la vida, su principio determinador. La concordancia de las concepciones del mundo no cristianas, de la India a Grecia, que admiten el conflicto como parte de la estructura real y lo integran en las cosmogonías, hoy es validada completamente por las ciencias de la vida. La filosofía y la antropología anti-conflictual del cristianismo y las ideologías occidentales se ven invalidadas, y las visiones del mundo «paganas» se revelan paradójicamente más adaptadas al nuevo espíritu científico que la racionalidad armonicista del igualitarismo.
Así pues, una sociedad organizada en torno a la negación del conflicto, que proyecta erradicarlo definitivamente de la raza humana, la civilización occidental, prolongación del cristianismo, se instaura como figura central de la Decadencia. La Jerusalén celestial, la decadencia, el ocaso de la vida, está descendiendo sobre la tierra.